Diego Rivera fue un pintor de enorme talento. Esto no es novedad para nadie. Además, todo el mundo sabe que era un seductor. Le gustaban las mujeres en grado sumo, las conquistaba con facilidad y pasó a la historia como un galán que llevó a Frida Kahlo a vivir en el mismo edificio en que vivía Lupe Marín, su primera esposa, madre de sus dos hijas: Guadalupe y Ruth. Lupe le enseñó a Frida a cocinar los platos favoritos de Diego y muchos años después Lupe Rivera Marín escribió un recetario que vino a presentar al Museo de Arte de Querétaro, donde recibimos a esta dama inteligente que había heredado el encanto de su padre. La historia sentimental de esta familia sui generis es fascinante y no apta para mentes puritanas.
El caso es que Diego estuvo a punto de convertirse en queretano. El artista era de Guanajuato, donde nació el 8 de diciembre de 1886. Su casa paterna, ubicada en Positos #7 de esa ciudad, alberga un museo que lleva su nombre. No vivió muchos años entre los callejones habitados por mineros, porque su familia se trasladó a la Ciudad de México cuando era niño. Llevado por el deseo de pintar, a los nueve años de edad, ingresó a la Academia de San Carlos para tomar clases vespertinas; ahí conoció al paisajista José María Velasco, cuya obra y técnica lo influenciaron.
En 1905, recibió una beca por parte de Justo Sierra, Secretario de Educación. Con esos recursos, pudo viajar para conocer lugares y formarse como artista. Sus maestros le aconsejaron venir a Querétaro, recorrer las calles, admirar los edificios donde se había escrito la Historia, crear bosquejos, cumplir con las exigencias de su formación académica y regresar a la Academia con un portafolios repleto.
Según consigna el artista plástico José Julio Rodríguez, en su libro Donde la vida es sueño, la estancia de Diego Rivera en Querétaro tuvo lugar de junio de 1906 a enero de 1907, como aprendiz del artista plástico José Mosqueda, quien era sacerdote, autor de las pinturas murales de la capilla de la Casa Mota.
Una mañana de primavera, Diego se encontraba en el jardín que había sido parte del convento de las monjas clarisas. Dibujaba a lápiz la fachada con dos portones. Vestía un overol manchado. El joven de diecinueve años estaba absorto en su trabajo. Por ahí pasaba el padre Mosqueda para dirigirse a la Casa Mota, un bello inmueble de estilo porfiriano que había sido mesón y que fue adquirido en 1901 por un cacique de la Sierra Gorda, el indígena Amado Mota, cuya fortuna tiene una historia formidable. Se había casado con una dama de alcurnia y deseaba dar a su mujer un palacete para vivir con decoro y elegancia. Mota contrató a Mosqueda para pintar murales en el cubo de la escalera y en el oratorio.
Diego aceptó el ofrecimiento y formó parte del equipo del Padre Mosqueda, pintando escenas religiosas al fresco con terminado al temple. Era un trabajo diurno. Por las noches, Diego Rivera ofrecía requiebros de amor a una chica queretana llamada Mercedes, quien vivía en la Estampa de Santo Domingo, hoy calle de Pino Suárez.