08/09/2020 |07:33Araceli Ardón |
Redacción Querétaro
RedactorVer perfil

“Érase una vez, en la ciudad de Bagdad, un criado que servía a un hombre rico. Una mañana, el criado se dirigió al mercado. Pero esa mañana no era como todas, porque vio a la Muerte en el mercado y la Muerte le hizo un gesto. Aterrado, el criado volvió a casa.

—Amo —le dijo—, déjame el caballo más veloz. Esta noche quiero estar muy lejos, en la remota ciudad de Isfahán.
—¿Por qué quieres huir?
—Porque he visto a la Muerte en 
el mercado y me ha hecho un gesto 
de amenaza.
El amo le dejó el caballo; el criado partió para Isfahán. Por la tarde, el amo fue al mercado y también vio a la Muerte.
—Muerte —le preguntó—, ¿por qué has hecho un gesto de amenaza a mi criado?
—¿Un gesto de amenaza? —contestó la Muerte—. No, ha sido un gesto de asombro. Me ha sorprendido verlo aquí, tan lejos de Isfahán, porque hoy por la noche debo llevarme a tu criado en Isfahán”.

Esta antigua leyenda persa se vuelve contemporánea. La humanidad, adolorida, se cuestiona una vez más sobre la línea de la vida: ¿cuál es su longitud?, ¿quién la pinta en el lienzo de nuestro cuerpo?, ¿qué colores tiene, qué textura la define y qué aroma se desprende de ella en sus diferentes tramos?

El momento que vivimos está afectado por la pandemia Covid-19, que ha segado millones de vidas. Su carga de dolor ha pulsado nuestras fibras íntimas, haciendo que surjan, del diapasón que tenemos dentro, notas musicales cargadas de nostalgia: una melodía que trata de explicar, sin lograrlo, el profundo misterio de lo humano.

Tan pronto el niño se vuelve hombre, su mente formula las preguntas claves de la existencia: ¿quién soy?, ¿a dónde voy?, ¿de dónde vengo?
Estudiosos de la biología nos recuerdan que la llegada de un bebé al mundo es obra de la más grande coincidencia: que nuestros padres se hayan sentido atraídos el uno a la otra, que hayan sido fértiles, que el esperma haya ganado la carrera de la vida al fecundar al óvulo, que el embarazo haya llegado a término. Cuando nos damos cabal cuenta del valor de este proceso, surge en la conciencia la última pregunta: ¿para qué estoy aquí? ¿Puedo yo, con mis acciones, con mi libre albedrío, alargar la línea de mi vida, o ese último día de mi existencia está fijado por Dios desde antes de mi nacimiento, y solamente puedo cuidar mi salud y aprovechar el tiempo?

En nuestro idioma hay poemas que brillan como joyas del pensamiento, destellos de luz que iluminan siglos de oscurantismo. Juan de la Encina era súbdito de Enrique IV de Castilla, hermano mayor de Isabel. En 1465, Encina escribió estas estrofas para el Cancionero de palacio, (Biblioteca Real de Madrid):

“Yo me estaba reposando / durmiendo como solía, acordé, triste, / llorando con gran pena que sentía. // Levanteme muy sin tiento / de la cama en que dormía, / cercado de pensamiento / que valer no me podía. // Mi pasión era tan fuerte / que de mí yo no sabía; / conmigo estaba la muerte / por tenerme compañía. // Lo que más me fatigaba / no era porque moría, / mas era porque dejaba / de servir a quien servía. […] E con mis ojos llorosos / un triste canto hacía, / con sospiros congojosos, / e nadie non parescía. / En estas cuitas estando, / como vi que esclarecía, / a mi casa sospirando / me volví sin alegría”.

El Romanticismo nos dejó más que un puñado de versos: al día de hoy, muchas creencias y ritos están preñados de actitudes románticas. El sevillano Gustavo Adolfo Bécquer era un periodista que escribía libretos de zarzuela y murió sin fortuna en diciembre de 1870. En la revolución llamada “Gloriosa”, su casa fue asolada por un incendio. De sus ruinas, los amigos de Bécquer rescataron los poemas que hoy aprenden los chicos en la secundaria. Fueron publicados en forma póstuma, en 1871.

La Rima LXI dice: “Al ver mis horas de fiebre / e insomnio lentas pasar, / a la orilla de mi lecho / ¿quién se sentará? / Cuando la trémula mano / tienda, próxima a expirar / buscando una mano amiga, / ¿quién la estrechará? // Cuando la campana suene / (si suena en mi funeral) / una oración, al oírla, / ¿quién murmurará?”

Un siglo después, Joan Manuel Serrat hace suyo este sentimiento y escribe: “Si la muerte pisa mi huerto / ¿quién firmará que he muerto / de muerte natural? // ¿quién lo voceará en mi pueblo? / ¿quién pondrá un lazo negro al entreabierto portal? // ¿quién será ese buen amigo / que morirá conmigo / aunque sea un tanto así?”

Te recomendamos