“Mire usted, mi tío tiene una voz más bella que la de Luciano Pavarotti. ¿Podría usted organizar un concierto donde cante con una orquesta de primer nivel? No se arrepentirá”.

Cuando diriges centros culturales públicos, con frecuencia llegan a tu oficina amigos o familiares de artistas que podrían tener un futuro brillante, si tan solo abrieras un espacio en el calendario de eventos y ofrecieras tres salas del museo para una exposición, un auditorio para un recital, una sala grande para una presentación. Más aún: te piden que consigas un buen agente literario, una empresa editorial de alcance internacional y los críticos de mayor fama para que respalden su escritura. Esperan que tu institución dedique presupuesto a los viáticos, ofrezca atención al artista y contrate a los proveedores de brindis, seguros, montajes; grabación de audio y video.

Sin duda, habrá voces excelsas que no son conocidas o pintores cuya obra ignorada toca las más altas cumbres del arte y sin embargo tengan que sobrevivir con otros oficios. Seres humanos tocados por la magia de la creatividad que no tuvieron la suerte de estar en el lugar preciso, en el momento oportuno y con los contactos adecuados para dejar de trabajar y por fin consagrar su vida al arte.

Esa conjunción de circunstancias favorables se da muy pocas veces, a personas tan privilegiadas, que parecen escogidas por el hado.

Pavarotti contaba con algo más que su voz. Estaba en la cima de una pirámide humana. Las celebridades tienen decenas de empleados. Está el asistente personal, que se encarga de hacer reservaciones y pagos de restaurantes, hoteles, aviones y otros transportes. Coordina la labor de abogados, representantes, agentes, médicos, psicólogos, masajistas, peinadores, maquillistas y profesionales de la imagen.

Un equipo revisa contratos de presentación, analiza la pertinencia de los viajes, recorre los espacios antes del evento, prueba la comida que se servirá, investiga la higiene de las cocinas y el prestigio de los cocineros.

Hay quienes se encargan de hacer maletas, están atentos a su traslado, cuidan las prendas al llegar al destino, inclusive lavado y tintorería. Compran los medicamentos que requiere la estrella y conocen sus gustos: la princesa Diana de Gales llegó a odiar el salmón, porque en una entrevista dijo que le encantaba y de ahí en adelante eso le servían en todos los banquetes. Los expertos en seguridad tienen que conocer posibles rutas de escape, estudian los croquis de edificios, calles y plazas. Desconfían de todo el mundo, tienen que hacerlo.

La privacidad, la confidencialidad y la secrecía son fundamentales. El famoso actor, cuyo rostro es reconocido en todo el mundo, tiene que hospedarse en un hotel tan exclusivo que asegure que nadie lo moleste con una selfie o un autógrafo. Camaristas, choferes, recepcionistas y otros trabajadores deben dejarlo en paz, como si no fuera quien es. Por supuesto, no pueden avisar a nadie que están a dos metros de Shakira, George Clooney o Ben Affleck. Si te he visto, no me acuerdo. Las celebridades sufren mucho con estas complicaciones. Es mejor que el tío cante en eventos familiares.

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