Hace ya veinte años y todavía siento la emoción en la piel, con la garganta envuelta en un nudo.
“Pintando la educación” fue una de las exposiciones que marcaron la etapa en que tuve la fortuna de dirigir el Museo de Arte de Querétaro.
A veinte minutos de mi ciudad, se encuentran los talleres de la Comisión Nacional del Libro de Texto Gratuito, institución impulsada por el presidente Adolfo López Mateos, quien encargó el proyecto a Jaime Torres Bodet, secretario de Educación. Su idea, formidable desde cualquier ángulo, era crear bibliotecas para las familias. Los libros, entregados al inicio del ciclo escolar, llegan desde hace medio siglo a cada escuela del territorio, así se encuentre al filo de una montaña, en el bosque, una isla, la selva o la costa más remota. Se trataba de consolidar un mecanismo para que todos los estudiantes aprendieran las materias fundamentales, y sus padres repasaran con ellos la información necesaria para la vida.
Había tal riqueza en el contenido, que se pensó en ilustrar cada ejemplar con arte de primera calidad, creado por José Luis Cuevas, David Alfaro Siqueiros, Juan Soriano, Fernando Leal, Olga Costa, Mathias Goeritz, Günter Gerzso, Francisco Moreno Capdevila, Antonio Peláez, Elvira Gascón, Joy Laville, Brian Nissen, Roger von Gunten, Raúl Anguiano, Leonora Carrington, Roberto Montenegro, José Chávez Morado, Arnaldo Coen y otros.
El concepto detrás de la iniciativa era introducir a los niños en el aprecio a las artes plásticas, y que sus maestros analizaran composición, narrativa, paleta y estilo de cada pieza.
Hice el recorrido a la CONALITEG con un sentimiento a flor de piel: con equipo electrónico y maquinaria de última generación vi cómo se imprimían los libros, a partir de archivos revisados por expertos en cada materia y educadores. Con rapidez vertiginosa, se imprimen y doblan, se les ponen las tapas, pasan a guillotina y luego a cajas. Tecnología de punta, millones de ejemplares.
Le conté mi visita a mi amigo el poeta José Luis Sierra, quien me regaló esta metáfora: es como ver una semilla que germina frente a tus ojos y se convierte en árbol, ves sus frutos crecer en sus ramas: son naranjas. Alguien las corta y te regala los gajos, cuya dulzura se deshace en tu boca.
La obra emblemática, La Patria, de Jorge González Camarena, me llevó a mis salones de primaria. Revivió en mi mente la voz de mis maestras, las risas de las compañeras de clase, el momento en que aprendí de memoria el haiku de José Juan Tablada: “Es mar la noche negra / la nube es una concha / la luna es una perla”.
Camarena fue un tapatío nacido en 1908, que se formó en la Academia de San Carlos en la Ciudad de México, afectada por la posrevolución. Fue asistente del Doctor Atl. Su hermano Guillermo fue un gran inventor.
La pintura de Camarena, óleo sobre tela, fechada en 1962, mide 120 x 160 cm. Con esta imagen, se imprimieron 523 millones de ejemplares a lo largo de los años. Nos inculcó los valores de la cultura, el amor a México y sus símbolos. Habla de abundancia en la agricultura, la economía, el progreso.
Para los niños de mi generación, estos libros fueron un tesoro. Agradezco la labor de sus creadores y deseo que la sabiduría vuelva a sus páginas.