Hay quien se planta delante de ti, te mira y desde su arrogante superioridad declara “Tienes que perder diez kilos”.
Tú te quedas sin saber qué decir. La actitud del otro, el volumen de su voz y su contundente afirmación corresponden a quien anuncia algo que no se sabía.
Tú sabes mejor que nadie que tu peso no corresponde con el ideal para tu edad, estatura o actividad. Tú cargas tu cuerpo contigo a todas partes y te miras en los espejos. Conoces tu talla. Te duele ver tu silueta en fotografías.
Sin embargo, el otro no conoce tus presione de trabajo, la angustia de algunas noches, las jornadas largas sin probar bocado.
Esos seres que te fulminan con índice de fuego pasan luego a enlistar alimentos que tienes que comer, médicos que tienes que consultar y personas cuyo ejemplo debes seguir.
El sobrepeso, la gordura, te vuelve blanco fácil de los ataques, porque es muy visible. En la sala de espera de un aeropuerto o en un cine, es casi imposible que los asistentes hayan vivido sin problemas de salud.
Pero la mayor parte de sus dolencias pasan desapercibidas para el mundo. A menos que camines con dificultad, nadie sabrá que te duelen las rodillas. Aquel hombre de abrigo gris lleva años sin dormir bien: el insomnio lo acecha y a veces, cuando logra conciliar el sueño, tiene pesadillas. La mujer de la primera fila sufre dolor de espalda. Ese niño, a su tierna edad, ha pasado por el hospital varias veces.
En ocasiones la enfermedad es provocada por actitudes y hábitos. En su columna “Agua de azar”, el genial autor Jorge F. Hernández escribió hace años la narración de su infarto: “En realidad, fue una cornada muy anunciada: con ciento cuarenta kilos de peso, dos cajetillas de humo al día, treinta tazas de café cargado, una movilidad que se reducía a la distancia que me separaba del mostrador de los tacos o las hamburguesas y la crónica (y muy falsa) creencia de que con cuatro o cinco horas de sueño basta para imaginar que se descansa el alma...”.
Desde entonces, sus amigos le enviamos, de múltiples maneras, nuestra felicitación cuando logra victorias en las batallas contra el sobrepeso. Entrañable personaje de sus propios cuentos, el escritor se ríe de sí mismo todo el tiempo. Esa actitud le brinda el aliento que necesita. Sólo la cuchara conoce el sabor del fondo de la cazuela.
Fernando Tamariz, pluma queretana, escribió “La Gorda”, excelente cuento que comienza: “Momentos antes de convertirse en noticia de ocho columnas, la gorda caminaba de vuelta a casa desde el salón de belleza. La acera era dominada por su gordo paso. El bamboleante trasero de la gorda señalaba el ritmo de la calle entera. Su faldón blanco y vaporoso iba y venía regalando a la ciudad una franja de frescor en esa tarde hirviente”. Su evidente exageración, digna del mejor realismo mágico, hace de esta gorda una metáfora que separa a los habitantes de una ciudad.
Habitante del mundo, el autor hidalguense Agustín Cadena tiene este bellísimo poema:
“Hoy pasó una voz por la ventana. / Creí que era la Gorda. / La Gorda era inmensa; / de sus pechos brotaban pichones / por toda la casa. / Hacia ellos corría el verano / como un niño de pudor oscuro. / Se oía en su vientre la música de las esferas”.
En su versión española, el cuento “Bola de Sebo” de Guy de Maupassant describe: “La mujer que iba a su lado era una de las que llaman galantes, famosa por su abultamiento prematuro, que le valió el sobrenombre de Bola de Sebo; de menos que mediana estatura, mantecosa, con las manos abotagadas y los dedos estrangulados en las falanges —como rosarios de salchichas gordas y enanas—, con una piel suave y lustrosa, con un pecho enorme, rebosante...”
Bola de Sebo, la prostituta, es el único personaje de este cuento que manifiesta amor a Francia cuando su patria sufre la ocupación prusiana de 1870. Es más valiente que los burgueses, la aristocracia y el clero, representados por otros personajes.
En la vida real, tú y yo también conocemos a seres cuya calidad humana nos hace olvidar su gordura, que se hace a un lado para dar paso a su hermosura.