Las madres de adolescentes, que no bajan la guardia; cuando sienten que su conciencia se desprende de la realidad de la habitación para caer en el pozo del sueño, activan la alarma interior y vuelven a la vigilia, estremecidas ante los peligros que acechan a sus polluelos fuera de casa: del traficante de drogas al guapo seductor que habita en el barrio. Los oídos maternales acechan cualquier ruido sospechoso, hacen más intenso el volumen de la sirena de la policía, que rompe la paz de medianoche. Sienten la muerte pequeña rodeando su cuarto hasta que, por fin, se abre la puerta que da a la calle y el hijo noctámbulo entra a la cocina.

Los que pretenden engañar al sentido común, que lleva horas exigiendo el descanso. Ellos, que tienen que levantarse temprano, aceptan de antemano el castigo: las ojeras y el cansancio en el trabajo. Se revuelcan en las sábanas y deslizan el dedo por el control remoto buscando otra película, un programa de análisis de noticias, una escena de persecución policiaca en una gran ciudad que no es la suya. Apuestan consigo mismos a que la serie que están empezando se pondrá mejor, y eso no ocurre.

Los que se preocupan por las condiciones en que está el mundo, leyendo nota tras nota sobre las catástrofes en el medio ambiente, las guerras que se ceban contra los inocentes, el incremento de la violencia, las muchas injusticias que ocurren cada día. Estos fieles del periodismo alarmista escogen las páginas que les lleven en caída libre al dolor y retienen en el cerebro cuatro frases, tres nombres de culpables y algunas exclamaciones para repetir durante la semana, en los encuentros de amigos.

Los que han probado de todo: lúpulo, pasiflora, valeriana, amapola de California, melatonina, antihistamínicos; ninguno le ofrece la relajación completa de la tensión, el olvido de las preocupaciones y el regalo de sueños dulces, esos que apenas se recuerdan al despertar, en el fragmento del día en que nos sentimos vivos pero todavía no hemos abierto los ojos.

Los que rezan por la salvación de su propia alma, por su familia, por su congregación y por los enfermos, los tristes y los desesperados.

Los que no terminan de cuadrar las cuentas para pagar las deudas, por más que pospongan algunos pagos y se abstengan de comprar los objetos deseados.

Eduardo Carranza, poeta colombiano, escribió un soneto del que transcribo: “A alguien oí subir por la escalera. / Eran —altas— las tres de la mañana. / Callaban el rocío y la campana / ...sólo el tenue crujir de la madera. // No eran mis hijos. / Mi hija no era / Ni el son del tiempo en mi cabeza cana. / (Deliraba de estrellas la ventana) / Tampoco el paso que mi sangre espera”.

Uno de mis autores favoritos, el argentino Hernán Casciari, firma este párrafo: “Menos la cama, todo ha mejorado en este mundo. Antes cocinábamos la sopa haciendo fuego con leña, ahora metemos el tazón directamente al microondas; hace medio siglo podíamos tener hasta cincuenta longplays en casa, hoy tenemos quinientas discografías completas en el bolsillo; ayer íbamos a los sitios a caballo y tardábamos meses en llegar, ahora nos movemos en aviones y en tren bala. Todo lo que nos importa ha evolucionado menos la cama, la cama no. Dormir sigue siendo la misma mierda desde el siglo once”.

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