John y Catherine Walters, dos hermanos que viven en Nueva York, acuñaron el término “espejo verdadero”, para definir la imagen que se logra cuando una persona mira su rostro en dos espejos que se colocan frente a frente y de alguna manera borran la unión entre ellos. La persona que ves en esos espejos encontrados es la imagen más cercana posible a la forma en que otros te miran. Puedes sonreír con alegría, como haces frente a tus seres amados: la sonrisa será fiel a tu emoción. Por otra parte, lo que tú ves cada mañana en un solo espejo no eres tú: esa imagen es virtual. Lo que ahí se representa está al revés de la realidad. Lo que se ve a la derecha es la izquierda de tu rostro.

Caroline McHugh, consejera de los más exitosos empresarios en el mundo, se refiere al ejercicio de mirarse en los espejos de los Walters y tratar de descubrir el verdadero yo que se encuentra muchas veces oculto al interior de una persona. Sacar a flote esa identidad esencial, aceptarla y pulirla, puede ser el inicio de un descubrimiento de sí mismo que nos lleve a la aceptación y el amor propio que tanta falta hace. Lo mismo aplica para una familia o empresa.

Los niños mexicanos íbamos a la casa de los espejos, en el parque de Chapultepec, a ver nuestro reflejo distorsionado para reírnos abiertamente de esas imágenes porque sabíamos que éramos distintos, mejores, más bellos.

Para aceptar nuestro propio ser, hemos recurrido al azogue de plata en un vidrio, la piedra bruñida, el cristal de un escaparate, hasta llegar a juegos de espejos que se multiplican en el infinito. La historia tiene mil referencias: en la primera carta a los corintios de Paulo de Tarso, el apóstol habla de que la realidad se mira como un espejo empañado. En el mito griego de Narciso, ese guapo se ahogó al admirar su belleza en el reflejo del agua.

Al mirarse en el espejo, uno puede confrontarse con su imagen, negando la verdad: yo no soy ese viejo, mi rostro no tiene esas arrugas, esas ojeras que enmarcan mis ojos son pasajeras. La opción inteligente es aceptar el paso del tiempo, saber que los días dejan huellas en la piel y eliminan el color de los cabellos.

A lo largo de los siglos, la humanidad ha buscado un espejo en el cual encontrar su verdadero rostro. Los optimistas esperan que ese rostro dibuje una expresión feliz, con una sonrisa luminosa. Los pesimistas buscan el trazo del dolor y confirman sus malos augurios. Cada época tiene su imagen ideal, su cara perfecta, su noción de la belleza. La definición de la estética del momento persigue la aceptación de la mayoría de los seres humanos.

Hoy en día, el espejo está fracturado. David Noel Ramírez, un sabio contemporáneo, advierte que no estamos en una época de cambios, sino en un cambio de época. Así como la Antigüedad dejó paso a la Edad Media que a su vez terminó en 1492, con la llegada de Colón a las Antillas, así nosotros somos testigos de una transición que dará paso a nuevas maneras de ser, sentir y vivir para comunidades de todo el mundo.

Buscando el rostro de hombres y mujeres del siglo XXI, encontramos en un fragmento del espejo la mitad de una boca, en otro la curva de las cejas y en uno más la línea de la nariz. Unirlos todos para formar una sola imagen será el más grande reto por venir.

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