“De inquietos luceros, lo que yo te quiero te vengo a decir. En tanto que la luna extiende en el cielo su pálido velo de plata y zafir”. Escribo estas palabras y lo que viene a mi mente son los rostros de mis tíos enamorados. Mi madre fue la primera de sus hermanos y primos en casarse. Tenía diecinueve años. Cuando yo nací, dos años después, mis tíos eran solteros. Un ramillete de mujeres y hombres jóvenes en un país, México, que parecía un lugar de paz, desarrollo económico y familias unidas. Después supimos que debajo de esa escena se movían fuerzas oscuras y había conflictos apagados por hábiles movimientos de los gobiernos.

Mis abuelos tenían un rancho donde mis tíos organizaban lunadas: reuniones al aire libre, familia y amigos alrededor de una fogata. Salchichas y malvaviscos ensartados en ramas para dorarse en las llamas. Guitarras y voces educadas o no, entonadas o no. Cantaban con el ímpetu del amor, estimulados por ponches con piquete. Las letras de esas canciones formaron mi primer concepto sobre el amor. “Abre el balcón y el corazón mientras que pasa la ronda. Piensa, mi bien, que yo también siento una pena muy honda”.

Durante algunos años vivimos en San José Iturbide. Los fines de semana, mis padres recibían a un par de tíos que vivían en Querétaro o en el rancho, pero tenían novias en nuestro pueblo. Mis hermanos y yo los esperábamos con alegría, por los dulces o un paseo en sus coches. Sus rituales de enamorados quedaron en el recuerdo: las canciones que entonaban mientras se vestían con ropa limpia y planchada, cómo se rociaban loción en el cuello. Querían verse lindos. Lo lograron: las chicas aceptaron sus requiebros y se casaron con ellos.

Estalló mi adolescencia con Joan Manuel Serrat. Lo vimos llegar del otro lado del Atlántico, lo escuchamos en vivo durante su exilio en México (1975). Lo volvimos a ver a lo largo de los años. Mi hermana Dulce y yo visitamos en su camerino a músicos y autores: Atahualpa Yupanqui, Alberto Cortez, Facundo Cabral, Mercedes Sosa, Los Folkloristas, Los Calchakis... después llegó a mis oídos un repertorio de canciones de España e Hispanoamérica. La nueva trova cubana nos ofreció un regalo palpitante de la mayor de las Antillas. Comprendí la afirmación de Octavio Paz: “Por primera vez en la historia, los mexicanos somos contemporáneos de todos los hombres”. Siento desde entonces que nos reconocemos como hermanos con los pueblos de América que hablan español, este idioma vasto que nos une y nos separa. Tú, vos, usted, el pronombre que quieras, sientes como yo.

Mi padre nos compró una consola: un mueble de madera clara con un espacio central donde reinaba el tornamesa y dos compartimentos para los discos LP, incluso un pequeño cajón para guardar agujas de repuesto. En ese aparato escuché por miles de horas a The Beatles y también rock de Estados Unidos, jazz, blues y algo de country. Todo esto mezclado con Bach, Vivaldi, Händel, Beethoven, Mozart y Tchaikovsky.

La música que escuchamos se vuelve el soundtrack de nuestras vidas. Las notas flotantes en el cerebro, el ritmo de los días. A las canciones de mis tíos les debo nociones cursis sobre la pareja humana. En el fondo de esas letras, sin embargo, sigue viva una emoción parecida al amor.

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