Cuenta mi amigo que, a sus tres años, en el sopor del mediodía, buscaba rincones para estar solo, después de jugar toda la mañana con los niños del kínder y con sus hermanos mayores, que hacían bulla y lo aturdían. Un escondite estaba situado bajo la cama de sus padres. Un espacio grande, fresco, aislado del mundo. Alguna vez, tomó una breve siesta en la penumbra de aquel lugar prohibido. La colcha tejida caía por los lados y sus barbas formaban una cortina de hilos gruesos que eran a la vez un telón de teatro y una puerta al exterior, como falda de bailarina exótica. Esta última comparación la hizo él cuando la adolescencia le llenó la cara de acné y el cuerpo de inquietudes.
El niño despertó de la siesta porque sintió que la cama se movía. Distinguió las voces de sus padres y sus risas, diferentes de las de costumbre. Algo en el interior de su mente le indicó que no debía entrar en esa escena. Esperó varios minutos, escuchó ruidos inéditos y aspiró aromas que no supo identificar hasta muchos años después, cuando supo en carne propia de qué se reían sus papás.
La intuición lo mantuvo quieto. Se dio cuenta de que la madre se vistió de prisa y salió del cuarto para seguir trasegando en la cocina. El padre entró al baño silbando una canción de moda. Al sentir el campo de batalla libre, el chiquillo salió y nunca volvió a esconderse ahí.
La intuición es el mensajero de los dioses. Es la voz interior, hecha de trozos de sabiduría ancestral y reflexiones nuevas, cuyo mandato seguimos sin cuestionar. A veces, cuando la ignoramos, cometemos errores garrafales.
Todos necesitamos de un espacio oculto, un lugar secreto donde quitarnos la máscara que nos coloca la sociedad, hecha para los que nos anteceden. Muchas veces, los orificios para ver al mundo nos quedan pequeños. Eran para otros ojos y hemos tenido que forzar nuestra mirada para usarlos.
Cada uno sabrá cuál es su habitación propia, la cueva que le otorgue la serenidad que su ánimo necesite. Su experiencia le dirá cuándo es la hora apropiada para salir y volver a enfrentar el mundo.
Hace muchos años, conocí a Eugenio Sixtos, un banquero que había manejado grandes fortunas. En aquellos tiempos, vivía jornadas largas y complejas. Era amante del arte y le gustaba pintar. Al fondo de la bodega del banco, en un rincón camuflado por paredes de madera, tenía un lienzo sobre su caballete, una mesa con libros de arte, óleos y pinceles.
Cada tercer día, avisaba a su secretaria que saldría por un rato. En esa hora, enchufaba los audífonos a una grabadora y pintaba durante el tiempo que dura un concierto. Era su terapia, su ritual secreto, su equilibrio emocional. Con la mente llena de nuevas ideas, regresaba al escritorio. A su familia le heredó una colección de pinturas originales, de su autoría, donde había plasmado sus angustias para transformarlas en color y forma.