Cuando esto termine —nos prometemos—, cuando el peligro pase de largo y salgamos de casa para trabajar en la oficina, volveremos a ver a los amigos y la familia, para darnos los abrazos que nos debemos. Eso haremos, aunque los primeros contactos lleven un toque de miedo. A la luz de la pandemia que estamos viviendo y el confinamiento que sufrimos, sufrimos el temor al contagio, al surgimiento de un nuevo brote del invisible virus.

El temor al otro es instintivo, viene en el interior del ser humano como una de las emociones básicas que nos facilitan la supervivencia de la especie, aconsejadas por la prudencia, que nos lleva a buscar el mejor refugio para resguardar a nuestros seres amados. Gracias a esa fuerza vital, a lo largo de los milenios hemos construido ciudades donde las familias tienen viviendas y hay lugares para la comunidad: parques, escuelas, hospitales, teatros, bares.

La mayoría vive, vivimos, en espacios urbanos que nos permiten construir redes de apoyo: dejamos nuestros hijos al cuidado de educadoras, compramos alimentos confiando en su inocuidad, obedecemos las leyes de tránsito y acatamos órdenes de las fuerzas armadas.

Sin embargo, a lo largo de la historia ha habido quien se aísla y se protege de otros, por considerarlos sus enemigos. Establecían linderos para su tierra y colocaban garitas; construían castillos rodeados de murallas, baluartes y fosos. Para levantar el puente levadizo y dejar el paso libre al visitante, se cumplían estrictos protocolos.

Los castillos contemporáneos tienen sus propias leyes: el que se acerca pasa por escrutinios de rigor: se revisan y autorizan sus documentos, se le toman fotografías, se le confirman sus huellas digitales.

Hablamos de los condominios cercados y de los nuevos aeropuertos. De los altos edificios construidos en las avenidas más concurridas de Londres, Dubai, Nueva York y un centenar de ciudades donde se compran y venden los bienes más caros de este mundo, y donde ocurren traiciones: cada día, los directivos de una firma clavan un puñal en la espalda de sus socios. Con elegancia y destreza.

La pintora argentina Marilina Rébora fue también poeta y escribió, a propósito de los juegos de los niños en la playa: “Un castillo de arena. Lleno el foso de espuma, / subterráneos cruzándose en unión con el mar, / portal de caracoles, en la cresta una pluma / que acaso una gaviota dejara al revolar. / Moldes por centinelas en muralla alineados / circuyen tal alcázar, diseño en redondel, / y a través de los túneles, torcida por dos lados, / pronta ya para el fuego, la mecha de papel”.

Porque la imagen del castillo activa la imaginación infantil y su fortaleza, en las primeras etapas, nos promete una felicidad que no puede cumplir.

Neruda, a su regreso de un viaje al sur del continente, escribió “Piedras antárticas”, un poema que dice: “Allí termina todo / y no termina: / allí comienza todo: / se despiden los ríos en el hielo, / el aire se ha casado con la nieve, / no hay calles ni caballos / y el único edificio / lo construyó la piedra. // Nadie habita el castillo / ni las almas perdidas / que frío y viento frío / amedrentaron: / es sola allí la soledad del mundo”.

Vivir cansa. En algún momento del viaje sentimos que las fuerzas fallan. El poema “Fatiga” lleva la firma de otro chileno, Vicente Huidobro: “Caigo sobre mi alma. / He ahí el pájaro de los milagros; / he ahí los tatuajes de mi castillo; / he ahí mis plumas sobre el mar, que grita adiós. // Caigo de mi alma. / Y me rompo en pedazos de alma sobre el invierno; / caigo del viento sobre la luz; / caigo de la paloma sobre el viento”.

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