El 2020 cambió la historia para siempre. La pandemia nos encerró en casa, enfrentando el temor al contagio si salíamos a la calle. Entonces, como avispas, las malas noticias llenaron los medios, sobrevolaron nuestra mente y se quedaron ahí, zumbando, con el aguijón preparado para inocular el veneno del miedo debajo de la piel.

Sociólogos y expertos en el manejo de la información han estudiado el fenómeno “doomscrolling”, palabra que significa la obsesión de consumir malas noticias: la guerra de Rusia vs. Ucrania, la guerra de Israel vs. Hamás, los siniestros que ocurren en todo el mundo a consecuencia del cambio climático o por otras razones: terremotos, huracanes, contaminación de mares, ríos, malos manejos de los recursos naturales de tu país o del mundo, corrupción en la política y todo un etcétera.

Sobran razones para vivir inmersos en el terror.

Los medios ofrecen un menú de situaciones de riesgo que someten al individuo a un conflicto interior, un diálogo consigo mismo que le hace sentir irresponsable si no asume una actitud de defensa ante esos dragones que echan fuego y queman. Peor aún: la violencia intrafamiliar, la tensión continua, provocada por las crisis que cada persona sufre por cuestiones de salud, empleo, trastornos de tipo psicológico. El aire de los hogares se vuelve tenso; es tan duro que puedes cortar una rebanada de aire y colocarla en un plato. Como para volverse loco.

Hay expertos que estudian la compulsión por buscar información sobre tragedias como quien se coloca debajo de una cascada para recibir el incesante golpe del agua. Esa persona podría escoger otro lugar en el río, en la orilla, sentarse a contemplar el paisaje o gozar del murmullo de la corriente, sin prisa, ahuyentando la angustia y analizando su situación de vida para tomar decisiones importantes. Sin embargo, elige la cascada.

Las plataformas de redes sociales colocan una lupa sobre los problemas y los amplifican. Los usuarios deben controlar su propio impulso y dejar el doomscrolling, al darse cuenta de que no pueden resolver todos los problemas. Hay personas que no dejan de mirar su celular, de día y de noche, en citas románticas o en el cine, comiendo con amigos, charlando con sus padres, en conferencias o reuniones de trabajo. Como si el planeta se fuera a tambalear si ellos no estuvieran al pendiente de lo malo. Les encanta comentar la tragedia, repetir cifras y datos duros, declaraciones estúpidas de los gobernantes y sus errores de estrategia. Como si esa habilidad para localizar el peligro les volviera más inteligentes.

Pamela Rutledge, directora del Centro de Investigación de Medios de California, habla de la necesidad compulsiva de obtener respuestas cuando tenemos miedo. “Estamos diseñados biológicamente para eso; sentimos que si conocemos todas las noticias, podemos protegernos mejor”. Las notas provocadoras atraen al lector que busca emociones fuertes, como un niño pide que le cuenten sobre brujas, hechiceros malvados y animales salvajes. El pequeño quiere ponerse en riesgo, sentir la emoción de estar solo en un bosque con osos que podrían matarlo de un zarpazo, aunque todavía no sepa bien lo que es la muerte. Nosotros, los adultos, debemos orientarlos para encontrar la paz mental, en medio de la turbulencia del mundo.

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