Por: JUAN PABLO BECERRA-ACOSTA

Escribo en cuanto tengo minutos de fuerza y lucidez. Se requieren las dos. Una, sin la otra, es estéril, se diluye. Así que taptaptap, unas palabras, unas líneas, ya.

Me habían advertido de ti, pero claro, no les hice caso: una semana después, me fui a flirtear contigo y la pagué. Música de circo, Maestro. Ladies and Gentlemen, I give you tonight the one and only… Mr. No Mercy!!! Tantantán-Tarararán. Eres despiadado, espejo, eres muy culero. Luego me regañan algunos lectores si escribo palabrotas pero decir que la banda es culera no es ofender a nadie, es hacer un retrato hablado en una palabra. Eres malo. Muy malo. Es duro confrontarte, estrellarse contra uno mismo reflejado en ti (¿o era al revés?). Luego de tantos días de dolores y deterioro, la verdad me costó mucho temple sostenerte la mirada. De hecho, hiciste que la bajara. Me sacudiste muy gacho. Me cimbraste. Me humillaste con tu verdad espejeada. ¿Eso es lo que ve mi Julia? ¿Cómo no va a llorar, carajo, o mirarme con ojos tristísimos, si ve mi rostro grisáceo, hundido, demacrado? No me reconozco. Me rehúso a ser esa persona que reflejas. No soy yo. No puedo serlo. ¿Y esa mueca tétrica quién me la cinceló, en qué momento de honda decrepitud nocturna? ¿Cómo me deterioré tanto en unos días? ¿O ya son muchos días de internamiento?

Aquí el tiempo transita bajo otros parámetros temporales. Hay noches interminables de dolor, miedo, fiebres, taquicardias y alucinaciones. También largos días de desesperanza e incertidumbre. ¿Cómo se mide el deterioro de una noche desesperada? ¿Cómo se mide en años-vida un día infausto de hospital? Al salir triunfante de cada batalla intestina, gracias a la sapiencia de los eminentes médicos, ¿cuántos meses y años de vida perdí en las trincheras? ¿Cómo se cuantifica una madrugada de emergencia en la que, después de llorar como niño asustado, desconsolado, abandonando por la vida durante una noche de vómitos enmierdados, llega la calma de la resignación, y no dejas de agradecerle a la enfermera que nunca jamás soltó tu mano mientras tú veías el inframundo llegar?

Luego, espejo de mierda, hay esos otros tiempos que no me puedes arrancar porque existen dentro de mí y no los ves. Hoy por primera vez sentí la calidez del sol en un pedacito de mi piel. Duró unos segundos. Cerré los ojos, no sabía qué estaba sintiendo, de dónde provenía esa bondad lumínica en la cual nadie repara. “Hola, qué tal tu día. Fíjate que hoy sentí la luz solar durante unos segundos y me reconfortó como no recuerdo haberlo sentido en muchos años. Me brotaron lágrimas de los ojos. Sentí agradecimiento y esperanza, en tres o cuatro exhalaciones”. “Ah, ok, qué padre. Sale, bye”.

Quién habla de eso, o de la ternura de tu cuerpo inerte temblando en la silla hospitalaria de una regadera a la espera de que le rieguen agua calientita con una manguera. ¿Hay un momento de más vulnerabilidad que el de ese cuerpo desnudo, que titirita, implorando porque el chorro que acaricia su piel no acabe nunca? Exhalaciones de placer. Pero tú, espejo, tú no exhalas, tú me escupes el reflejo de una mirada abatida, chueca, desconsolada, apagada. Uno acá adentro tratando de guerrear contra la huesuda que me quiere llevar, haciéndose pasar por el gladiador, el guerrero, el mosquetero, el vaquero, el hitman, el lobo, el tigre, Batman y Spiderman, todos juntos, y tú me escupes la imagen desoladora de un alfeñique hospitalario. Con razón la mirada atónita de quienes me aman: no ven ningún marinero surcando la tempestad con el timón gobernado, ven a un charalito naufragando.

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