En los últimos años, Querétaro ha sido protagonista de un fenómeno que pocas ciudades mexicanas experimentan con tanta intensidad: un crecimiento acelerado que lo coloca en el mapa como polo de inversión, desarrollo inmobiliario y atractivo turístico. Sin embargo, junto a este auge, emerge una transformación silenciosa que altera la vida en algunos de sus barrios más tradicionales: la gentrificación.
Este proceso, en términos simples, ocurre cuando zonas con valor histórico o popular son renovadas y habitadas por personas con mayor poder adquisitivo, provocando un alza significativa en rentas y costos de vida. El fenómeno de la gentrificación es el reflejo más tangible de esta dualidad en barrios emblemáticos como Hércules, San Francisquito o La Cruz, que durante décadas fueron el corazón cultural y social de Querétaro, hoy enfrentan una presión inmobiliaria que no solo cambia su fisonomía urbana, sino que redefine quién puede y quién no, vivir allí.
La gentrificación, aunque trae consigo mejoras en infraestructura, servicios y seguridad, también plantea un reto de fondo: la movilidad social. En teoría, una ciudad en crecimiento debería abrir puertas para que más ciudadanos asciendan en calidad de vida gracias a mejores empleos, educación y acceso a servicios. En la práctica, si el desarrollo no es incluyente, corremos el riesgo de que los beneficios se concentren en unos pocos y las oportunidades se alejen de quienes históricamente han sido el alma de estos barrios. El caso nuestra capital es ilustrativo; según datos recientes del INEGI, Querétaro está entre los estados con menor porcentaje de pobreza multidimensional del país, sin embargo, esa estadística no refleja que muchas familias enfrentan un nuevo tipo de exclusión: ya no es la pobreza extrema, sino la imposibilidad de sostenerse en su propio territorio ante el incremento en costos de vivienda, transporte y servicios básicos. Lo que es lo mismo UNA ALTA POBREZA LABORAL.
La movilidad social no solo depende de la economía en abstracto. Depende de que existan políticas públicas que equilibren el desarrollo inmobiliario con la preservación de comunidades; que fomenten vivienda asequible, impulsen el empleo bien remunerado y mantengan vivo el tejido social. De lo contrario, los barrios que hoy se revitalizan podrían convertirse en zonas exclusivas, ajenas a la mayoría. ¿Será que eso desean quienes se dedican al sector inmobiliario y al servicio público al mismo tiempo?
Este debate no es un asunto técnico reservado a urbanistas o economistas, es un tema profundamente político y humano porque detrás de cada cambio en el paisaje urbano hay familias que deciden quedarse o irse, jóvenes que encuentran o no encuentran oportunidades, adultos mayores que ven transformarse las calles donde han vivido toda su vida. Querétaro necesita pensar su futuro con una visión integral.
El crecimiento es inevitable, pero debe ser guiado por principios de justicia social, preservación cultural y equidad económica. Tenemos la capacidad y la obligación de construir una ciudad donde el desarrollo no signifique desplazamiento, sino integración. No basta con celebrar que Querétaro es un ejemplo nacional en crecimiento económico es momento de preguntarnos si ese crecimiento está abriendo más puertas o levantando muros invisibles y, sobre todo, de decidir si queremos un Querétaro donde la movilidad social sea una realidad para todos, no un privilegio para unos cuantos.
Necesitamos un enfoque de desarrollo urbano que no solo sea económicamente viable, sino también socialmente justo, un modelo que proteja la identidad de nuestros barrios, que garantice que el crecimiento beneficie a todos, y que cada queretano, sin importar su origen, tenga la oportunidad de prosperar en su propia ciudad. Esto no es solo una visión, debe ser un compromiso. Esa es la transformación del Querétaro que merecemos.