Los ácaros son pequeños artrópodos (organismos de patas articuladas), octópodos, evolutivamente relacionados con los arácnidos que poseen una gran capacidad para adaptarse a las condiciones más extremas.

La mayor parte de ellos son microscópicos (miden entre 100 y 500 micrones o micras, un micrón es la milésima parte de un milímetro) y sólo las garrapatas alcanzan más de un centímetro de longitud.

Durante muchos años pasaron desapercibidos por su pequeño tamaño, sin embargo, desde las épocas de los pensadores griegos ya se conocía la existencia de los ácaros; Aristóteles, al ver que surgían de la piel de los hombres, los nombró “Akari”, que significaba polilla.

También se tenía conocimiento de los ácaros en el siglo IX a. de C., en los textos de Homero —en donde se hacía referencia en La Odisea—, al mencionar: “Allí estaba Argos cubierto de garrapatas”, haciendo mención a un grupo de ácaros parásitos que se alimentaba de la sangre de los perros.

Así, tenemos a lo largo de la historia del hombre evidencias de que éste tuvo contacto frecuente con estos pequeños artrópodos, los que ocasionaban la transmisión de enfermedades, como las garrapatas.

Una de dichas enfermedades que destacaba en la antigüedad era la sarna o escabiasis, la cual ha estado ligada al hombre a lo largo de toda su historia evolutiva. Los antiguos romanos, griegos y chinos ya la conocían por el daño en la piel y el escozor, que provocaba cuadros de infestación generalizados en humanos y en otros animales domesticados. Pero fue muchos siglos después, cuando se demostró que el agente causal de la sarna era el ácaro de la escabiasis, Sarcoptes scabiei.

Ya en la época de Linneo, con su obra monumental de clasificación biológica, el Sistema Naturae, describe las primeras 30 especies de ácaros para la ciencia, nombrando al género en latín como Acarus, derivado del nombre que Aristóteles les había designado.

Pero el mayor auge hacia el estudio de los ácaros se dio en la época de la Segunda Guerra Mundial, cuando en el frente de batalla en las regiones de Asia e islas del Pacífico se tuvieron más de diez mil bajas por una enfermedad ocasionada por Rickettsias, que era transmitida por larvas de unos ácaros trombicúlidos parásitos.

Esto detonó el inicio de la ciencia de la Acarología, a través de la generación de taxónomos en Europa, Estados Unidos y en casi todo el mundo, incluyendo México, donde destacó como pionera en el estudio de los ácaros la doctora Anita Hoffmann, quien fue profesora emérita de la UNAM.

En suma, todos los especialistas de principios y mediados del siglo XX dieron las bases sistemáticas para la clasificación y reconocimiento de la gran diversidad de ácaros que existen en el planeta, de la cual se han reconocido hasta el momento más de 50 mil especies, que representan sólo un fragmento de lo que se estima que en realidad existen.

En general, los ácaros pueden utilizar el viento como un mecanismo de dispersión, pero también se pueden subir al cuerpo de animales corredores (varios artrópodos, reptiles y mamíferos) o voladores (aves, murciélagos e insectos) para ser transportados a los lugares que favorecen su nutrición y desarrollo.

En el suelo y hojarasca, los ácaros degradan la materia orgánica, con lo cual ayudan a mantener el equilibrio ecológico de sus hábitats, contribuyen a que el suelo de los desiertos conserve la salud y posibilitan los ciclos biológicos dentro de las cavernas.

Coordinador de la Unidad Multidisciplinaria de Docencia e Investigación de la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México, Campus Juriquilla

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