“El olor a una persona en descomposición no se olvida” dice Hugo Joel Méndez, sepulturero en el panteón municipal y cuyo trabajo, además de enterrar a los difuntos consiste también en exhumar cuerpos. Afirma que nada le desagrada de su trabajo, pues colabora para que la gente que ya dejó esta vida se vaya de una manera digna y con respeto.

Sentado en una banca a la entrada del panteón municipal Cimatario, Hugo aprovecha la hora del almuerzo. Muchos de sus compañeros a media mañana, comen algo. Se sientan en las bancas que flanquean la avenida principal del cementerio.

“Tengo siete hermosos años de mi vida en el municipio. Yo era camionero. Traía un camión materialista. (El cambio) fue bien raro. Iba a pedir trabajo para traer una pipa. Tuve mucha suerte porque a la semana me hablaron para ofrecerme trabajo.

Yo bien feliz, porque necesitaba mucho el trabajo. Me dijeron que sólo había de dos: de sepulturero o en áreas verdes. Les dije que de parques y jardines no sé nada. En el panteón yo creo que es sacar basura y todo eso. Al llegar fue un cambio drástico”, indica el hombre.

Jamás en la vida había exhumado a una persona y mucho menos sepultar. Recuerda bien la primera exhumación que hizo. Fue en el panteón de San Pedro Mártir, era una mujer. “Mis compañeros me dijeron: te vamos a dar tu inauguración, tu bienvenida. Siempre me ha gustado jalar. Sólo les dije que me echaran lo que necesitaba. Algo que no se me va a olvidar. Ya estaba en avanzado estado de descomposición, pero fue de ahí que me amachiné y dije: esto es mi trabajo. Nunca había visto a alguien en estado de descomposición. Lo que usamos cuando sacamos a los prematuros es un desinfectante llamado Creolina y trajes especiales”, apunta.

Con los años, asevera, se acostumbran al olor de los difuntos. Lo que es complicado, confiesa, es sepultar niños. Apenas semanas atrás, narra, le tocó sepultar a una niña de siete años. Él como padre de una niña crea empatía y dice que es horrible, mientras sus ojos se humedecen y su voz se quiebra. “Tratándose de mi hija, yo me voy atrás de ella”.

Hugo se recupera. De los adultos también se siente, porque eran familia de alguien, pero de los niños se siente más por su inocencia y porque todavía no vivían.

Comenta que su trabajo es único, además de que la camaradería entre sus compañeros es especial, con sus altas y bajas, como cualquier trabajo, pero siempre tratan de tener un buen ambiente, incluso con sus jefes, a quienes cuando por necesidades del trabajo mismo llegan a cambiar, extrañan y duele cuando se van.

Señala que las jornadas laborales pueden ser hasta de 10 horas, aunque su jornada es de ocho, pero en ocasiones hay dar el servicio a la gente que llega y deben permanecer más tiempo, es el último acto de humanidad y se le da respeto.

La muerte para Hugo es sólo una transición en la cual cambias de morada. Dice que miedo a morir no tiene, pues ya sabe lo que pasa y se hace, tiene más miedo a dejar a su hija que va a cumplir tres años.

“Soy viudo. (Mi esposa) murió de cáncer. El 7 de noviembre cumple un año. Ha sido bien difícil para todos. Para la familia de ella, para mí y más para mi hija. Es algo horrible, me dejará marcado para toda la vida. Pase lo que pase, haga lo haga, eso queda siempre. Ella murió de 30 años, muy joven. Su muerte no fue en vano, nos dejó algo bien hermoso, que es mi hija”, confiesa.

El rostro de Hugo se torna triste. Piensa en lo que le dirá a su hija cuando sea más grande y le pregunte por su mamá. Le dirá que la amo y la sigue amando.

Cambia de tema. Indica que no cree en lo paranormal, aunque ha visto cosas que no explica. De lo que está seguro es que existe el bien y el mal. “Existe gente que te hace trabajos, que te hace cosas. Gente que hace el mal. Hemos encontrado gallinas, amarres, trabajos… lo más impresionante aquí es que han aventado hasta una cabra. También gente que se mete a las instalaciones del cementerio. No entiendo porqué se mete. Es muy respetable lo que creen y yo hago mi trabajo”.

Narra que hace cuatro años vio lo más extraño que le ha tocado ver. Comenta que cuando cubría el puesto de velador veían en una tumba, en la madrugada, a una señora que se sentaba a llorar.

“No me le acercaba, pero me quedaba cuidándola. Me descuide un momento y cuando regresé ya no estaba. Así me lo hizo unas cuatro veces”, añade. Actualmente la tumba ya no está.

Hugo invita a ver la tumba más grande del panteón. Es la de una joven que murió en la década de los setenta, y cuya familia construyó una capilla en su memoria. Él le llama “la tumba de la princesa”. También muestra la tumba de una enfermera, en la cual está la fotografía de la mujer.

Hugo camina en silencio entre las tumbas. Llega a una de las más antiguas, cuya lápida marca el año 1932, justo cuando se abrió el cementerio.

Recibe una llamada. Es uno de sus compañeros que requiere de su ayuda. Se marcha caminando entre las tumbas. Ve el suelo, para ver por donde camina. Vuelve a su trabajo, mientras dice que hay seguir adelante, pues la vida sigue.

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