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“No todos los millennial somos iguales. Es más, nadie sabe bien ni qué es eso de ser millennial”, alega Jorge, de 16 años.
Mientras se expresa, el joven jadea un poco. Sus manos se hayan ocupadas en una larga cadena humana que recorre casi 150 metros para dejar desperdicios en camiones.
Su esfuerzo no es inútil. Se necesita de ese ejército de adolescentes para esa labor cuyo derecho se han ganado pues, durante la noche del miércoles, nadie entró fácilmente al sitio que hasta el martes fue una fábrica textil.
A diferencia de otras zonas de desastre en la capital provocada por el sismo, la de Chimalpopoca, en la Colonia Obrera, es una suerte de fortaleza. Está cercada en las calles aledañas, alejada de miradas curiosas de gente que acude a dejar víveres sin observar nada de lo que sucede en su interior.
Sobre Avenida Fray Servando, hay una larga fila de jóvenes con cascos, guantes y mazos que son separados de otros, los que no portan materiales de protección, e incluso de las mujeres. Todos aguardan hasta casi dos horas para entrar.
Los soldados, junto con la Policía Federal, vigilan el acceso que, a la medianoche, ya se hacía a cuentagotas. Un filtro que incluso se les niega a medios de comunicación con cámara en mano.
En realidad decir que estos jóvenes esperan dos horas es relativo. Muchos entran al lugar más rápido: cuando se requiere esfuerzo físico los federales no tienen reparo en solicitan varones con mazos. Sin titubear. Fuera de las formas.
Tras casi un par de horas, 16 jóvenes entran en un contingente. A uno de ellos se le pidió dejar a su novia y hermana. Ellas aguardarán su oportunidad, le advierten. “Es como ir al Six (Flags), pero sin diversión”, comenta otro, para hacer amena la entrada.
Tras equipar a los que faltan. Se les forma en dos filas que, posteriormente, quedan de frente a un oficial de la Policía Federal quien les da instrucciones como si cursaran un servicio militar,
“¿A qué vienen?”, les pregunta, sin tiempo a respuestas. “Vienen a ayudar. Así que queda estrictamente prohibido sacar su celular, tomar fotografías o selfies. Al que se le sorprenda haciéndolo, se le va a sacar. ¡¿Entendido?!”.
Hay un “sí” solemne del que nadie juega a añadir: “señor, sí, señor”. Es una precaución a tono con el momento.
Ayuden sin estorbar. Sin romper filas, los jóvenes se dirigen a la larga hilera que los aguarda a unos 50 metros del perímetro principal. La idea, se les remarca, es que ayuden sin estorbar.
Decenas de ellos, casi todos, están ahí para mover baldes con escombros. Son botes de pintura que ahora pintan historias de la tragedia: Piedras y varillas. Hojas y sandalias de hule. Pedazos de tela. En cualquier orden, aleatoriamente, pero siempre con el mismo contenido.
En 30 minutos se llenan tres camiones y se descansa muy poco. Por eso es mejor acostumbrarse a hablar mientras los escombros son llevados de mano en mano.
Jorge no usa guantes. Lleva 50 minutos, con las manos rojas, y sus compañeros le piden unos. Durante la pausa dice que no está solo, que acudió con varios amigos desde San Cosme, en donde vive. Estudia la preparatoria cerca de San Antonio Abad pero, como no hay clases, decidió acudir además acompañado de su tío, “el chavorruco”. Todos ríen.
Como les fue instruido, nadie saca su celular. Es una tentación que está presente, quizá por ello algunos comienzan a hablar de lo que dicen las redes sociales. Ahí salió el tema de los millennials, alguien posteó sobre cómo los jóvenes como ellos, “tan criticados”, están ayudando activamente en este desastre.
“Estamos demostrando que ni saben cómo somos”, reitera el chico que técnicamente no es millennial, pero se siente aludido.
Desde ese flanco del lugar, sobre a calle Bolívar, hay cuatro largas filas con más de 100 chicos. Una más está dedicada a las mujeres que cargan botes vacíos. Sólo una de ellas se coloca del lado de los varones.
Esa división no parece lógica cuando, al empujar grandes pedazos de trabe de concreto con cuerdas, participan muchas mujeres. Ellas también dirigen a ciertos grupos y, las de bata, socorren.
El cansancio tarda en hacer estragos, pero lo consigue. Hasta ese momento y pese a llamados de médicos en dos ocasiones, no hay sobrevivientes.
Jorge y un contingente pequeño se dirigen a la salida a las 4:00 de la mañana. Él se irá con su tío; otro, un poco mayor, trae una motoneta. Unos más, llamarán a sus padres.
“Chingá. Por fin puedo ver mi celular”, dice uno aliviado lo que desata la risa de todos, al tiempo que les ofrecen víveres y los despiden con un aplausos mecanizados y un, ese sí más efusivo, “Gracias, chicos”.