Washington

Joseph Robinette Biden será el presidente número 46 de la historia de Estados Unidos. Tras cinco de días de infarto, de un recuento lentísimo y exasperante que ha tenido al país en vilo y conteniendo el aliento, al fin ayer al mediodía se confirmaba que el candidato demócrata había ganado las elecciones. Y, con ello, certificaba el fin del mandato de Donald Trump, una presidencia marcada por el racismo, la xenofobia y la profundización de la fractura social y política en el país.

“El pueblo de esta nación ha hablado”, sentenció Biden en su primer discurso como presidente electo. Más de 75 millones de estadounidenses le dieron apoyo, una “victoria clara, convincente” para un futuro presidente que tiene ante él un reto mayúsculo: sanar las heridas de un país en crisis, bajo una tensión imposible, partido completamente en dos. “Llegó la hora de sanar”, anunció.

Biden llegó a la cima de su carrera el mismo día que, 48 años atrás, fue elegido por primera vez como senador de Delaware. Desde entonces, su perfil político ha ido creciendo hasta llegar al momento actual, en el que debe liderar unos Estados Unidos hacia el posttrumpismo, reconducirlo y guiarlo a una nueva era de unidad, diálogo y diplomacia.

El país necesitaba una figura como Biden, algo conocido, tradicional, clásico, que conozca cómo funcionan las cosas, que sea lo antagónico al actual presidente. Alguien que no desafíe las leyes escritas y no escritas, alguien que no cruce líneas rojas, alguien que ponga fin a la retórica antiinmigrante, que no abuse de su poder, que no busque polarizar para su beneficio propio, que no gobierne desde el odio y la rabia. “Prometo ser un estadounidense que busca no dividir, sino unificar”, dijo Biden en su discurso de vencedor, ayer por la noche en Wilmington, Delaware, sede central de una campaña exitosa. “Hagamos que esta sombría era de demonización en EU empiece a terminar aquí y ahora”, sentenció. Fueron minutos, horas, días, sin resultados de la elección. Todo apuntaba a una victoria demócrata, pero no terminaba nunca de confirmarse.

Ayer, al fin, minutos antes de mediodía en Washington, todas las proyecciones dieron por vencedor a Biden. Fue tras el recuento de un pequeño grupo de votos en Pennsylvania, lugar donde nació Biden, y concretamente en Philadelphia, cuna de EU, que se desvaneció la duda. Biden, quien ya se sabía que ganaba el voto popular por casi 5 millones de votos, conseguía los estados suficientes para que le entreguen las llaves de la residencia presidencial.

Un enorme suspiro de alivio recorrió las principales ciudades de Estados Unidos, y de repente las calles se llenaron de gente. Sin la espina clavada desde hacía cuatro años, los demócratas festejaron todo el día. La victoria de Biden es única: será el segundo católico de la historia y el que entrará a la Casa Blanca con mayor edad (78 años).

Pero la verdadera historia la escribe su compañera de fórmula, Kamala Harris: primera mujer, primera afroamericana, primera descendiente de asiáticos, primera hija de inmigrantes que llega a la vicepresidencia. Harris, vestida de blanco como las sufragistas que hace un siglo consiguieron el voto para las mujeres, también habló ayer en la fiesta de victoria, en un discurso marcado por el feminismo, el abrazo a las minorías, y la promesa que de ahora en adelante los Estados Unidos van a dar un giro radical. “Cuando nuestra democracia estuvo en la papeleta en esta elección, con el alma de Estados Unidos en juego, y el mundo mirando, nos han guiado a un nuevo día en Estados Unidos”, dijo, agradeciendo a los votantes que hubieran “protegido la integridad de nuestra democracia”.“Han elegido esperanza y unidad, decencia, ciencia y sí, verdad”, añadió la vicepresidenta electa, quien recibió la noticia de su triunfo mientras hacía deporte.

A Trump, en cambio, lo pilló haciendo una ronda de golf en su club privado de Virginia: una imagen que resume perfectamente su presidencia. El aún mandatario se resiste a aceptar la derrota, insiste en un fraude inexistente, se aferra a la vía judicial como salvavidas de unos comicios que no asume que han terminado para él.

“Todos sabemos por qué Biden tiene tanta prisa por hacerse pasar por el ganador. Lo cierto es que la elección está lejos de terminar. No descansaré hasta que el pueblo tenga el recuento de votos”, dijo en un comunicado.

Todas sus estratagemas han fracasado por el momento. Trump se convierte en el primer presidente del siglo XXI en ser expulsado del poder tras su primer mandato, y el cuarto en la historia moderna del país tras Hoover (1932), Carter (1980) y Bush padre (1992). Una derrota, por otra parte, autoinfligida con una presidencia caudillista, divisiva, racista y xenófoba, que abusó de su poder, que destrozó las bases del país, que puso en duda la integridad de sus instituciones, que desafió todo el sistema y lo puso patas arriba. La posición pueril de Trump le ha llevado a ni plantearse a hacer un discurso de concesión de la derrota, y nadie sabe qué va a pasar el 20 de enero cuando tenga que abandonar la Casa Blanca, ni si va a tomar represalias por la derrota en los días que le quedan como presidente.

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