Donald Trump no es reconocido por su sentido del humor y lo demostró durante la tradición de “perdonar” un pavo para que no sea sacrificado y se convierta en cena de Acción de Gracias, un evento donde suelen prevalecer las bromas y los discursos ligeros. Lo intentó, pero más que un chascarrillo dijo una frase que podría resumir su primer tramo en el Despacho Oval: “Como muchos saben, he estado muy activo anulando un gran número de acciones ejecutivas de mi predecesor”.

Es cierto, los primeros meses de trumpismo han sido demoledores. No hay nada que haya dominado tanto Estados Unidos como la novedad inesperada, disruptiva, apabullante y arrolladora de Donald Trump. El presidente llegó a la Casa Blanca cuando el país todavía no salía de la sorpresa por su victoria en las elecciones de noviembre de 2016 y ha vivido arrastrando esa sensación a medida que se adaptaba a las nuevas formas del magnate.

Todo lo establecido ha quedado hecho añicos, despedazado todo resquicio de la administración anterior, la de Barack Obama, con la justificación de hacer borrón y cuenta nueva bajo el paraguas de una forma novedosa de hacer política. El trumpismo ha demostrado ser un antiobamismo más que cualquier otra cosa.

Las diferencias entre Trump y Obama vienen de lejos. Cuenta la leyenda que el magnate decidió que iba a intentar llegar a la Casa Blanca tras ser diana de las bromas del ex presidente en una cena distendida. El ataque frontal de Obama tenía justificación: Trump era uno de los impulsores del llamado birtherism, un grupo que puso en duda la partida de nacimiento del presidente acusándolo de no haber nacido en EU sino en Kenia, en un gesto que para muchos sólo era racismo.

Trump, herido en su orgullo, desistió presentarse en las elecciones de 2012, pero sí lo hizo en 2016... y ganó. En el traspaso de poderes, Trump expuso su cara más diplomática, pero allí se acabaron los cumplidos. Al resonar las primeras campanas de 2017, todo lo que olía a Obama tenía los días contados.

“Si hay algo que defina el mandato de Trump como presidente es que en todas las formas es antiObama”, escribía en octubre Charles Blow, columnista progresista del diario The New York Times. El escritor no hacía sólo referencia a las formas —donde más hincapié hizo, especialmente en “decencia” y “falta de visión de gobierno”—, sino también en las políticas.

Pieza a pieza, el legado de Obama está cayendo a pedazos. En los primeros 12 meses de gobierno Trump, cada firma o directiva o medida o ley parece destinada a derrumbar cualquier resquicio con el nombre de su predecesor. 2017 ha sido un año de demolición.

La lista es interminable. En política exterior, ha congelado el inicio de relaciones diplomáticas con Cuba y descertificado el pacto nuclear con Irán y va camino de anularlo. En materia comercial, canceló el Tratado comercial Transpacífico (TTP), obra estrella de la economía de Obama.

Uno de los aspectos más afectados es el cambio climático. A la salida del Acuerdo de París, dejando a EU aislado en la lucha medioambiental, se unen la reducción de los monumentos nacionales, el permiso de perforar el Ártico para la búsqueda de combustibles fósiles, la reactivación de construcción de oleoductos con grandes dudas ecológicas y que atraviesan tierra sagrada de pueblos indígenas, la desregulación del fracking en suelo público y la reversión de la limitación de caza de osos y lobos en Alaska.

El listado en este ámbito continúa, algo que ya se podía intuir cuando nominó para la Agencia de Protección Ambiental (EPA) a un negacionista del cambio climático: ha ordenado retrasar las órdenes de cumplimiento de eficiencia energética de automóviles y bloqueado el plan de Energía Limpia que iba a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero de las plantas energéticas. Incluso hizo desinstalar una estación de bicicletas compartidas delante de la Casa Blanca, una petición expresa de Obama.

En política interna, cada acción ha sido más destructiva del legado de Obama que la anterior. Ha puesto fecha límite para fulminar el programa de Acción Diferida para Llegado en la Infancia (DACA), que desde 2012 -cuando Obama firmó el decreto- ha protegido a más de 800 mil jóvenes indocumentados de la deportación.

Su cruzada para acabar con el sistema de salud —el Obamacare— ha sido una pesadilla para el magnate, pero parece que se saldrá con la suya, al menos parcialmente, cuando se apruebe la reforma fiscal, que incluye la supresión del mandato obligatorio de adquirir seguro médico.

La atención al Rusiagate y a sus tuits quita el foco a decenas de regulaciones que el magnate está cambiando, la mayoría impulsadas por el gobierno Obama. Trump ha ordenador parar el trabajo para que el gobierno federal no use cárceles privadas, ha revertido las restricciones de entrega de material militar a la policía, no aplicará la normativa para ampliar castigos a asaltantes sexuales en las universidades y ha desestimado dar protección a los estudiantes transgénero.

La lista no termina: desestimó la aplicación de estándares de dieta sana en escuelas impulsados por la ex primera dama Michelle Obama y ha desestimado que las grandes empresas informen de las ganancias de sus empleados por raza y género, una medida que su antecesor quería presionar para la equidad en salarios.

La última, el deseo de volver a pisar la Luna, es en parte también una decisión contraria a la anterior administración, que había apostado directamente con la exploración de Marte, dejando atrás la conquista del satélite terrestre.

La política antiObama tiene en vilo al mundo. “Su única posición real es esa [destruir] el legado de Obama”, aseguró un diplomático europeo a Buzzfeed. “Es cómo si preguntara “¿Obama aprobó esto?” y si la respuesta es afirmativa, él dirá: “nosotros no”. Ni siquiera escuchará los argumentos a debatir. Está obsesionado con Obama”, añadió el diplomático.

Si algo quiere demostrar Trump es que su llegada es una ruptura del status quo y acabar con todo lo establecido significa destrozar lo existente. El más reciente culpable del “embrollo” y “desastre” heredado es su predecesor, y el actual presidente no tiene problema en atacarlo, incluso directamente. No es raro ver en sus tuits críticas sobre la situación en Corea del Norte o la debilidad de la seguridad nacional, donde Obama, asegura, “falló”.

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