Acapulco.— “El amor de una madre nunca falla”, le dice una mujer morena, de 70 años que viste con ropa que certifica su pobreza a su interlocutora, una joven.

“Tengo el presentimiento que mi hijo está muerto”, le vuelve a decir, mientras se limpia con una toalla el sudor y las lágrimas y después echa la mirada al piso.

Son las 4:30 de la tarde y las dos mujeres están pegadas a una de las mallas del perímetro del penal de Acapulco. Platican, sollozan, lloran y se consuelan. Llevan más de 10 horas esperando información. Nadie les dice nada. La incertidumbre, la desesperación, el coraje y la impotencia las domina.

Como ellas son más de 200 las mujeres —madres, hijas, esposas, hermanas, tías— que esperan que les respondan una pregunta, una: “¿Mi hijo, esposo, hermano, padre está vivo?”.

El sol es inclemente y el calor agobiante, pero eso es secundario, intrascendente, la incertidumbre a estas mujeres les cala más y en lo más profundo.

Como pasan los minutos la desesperación aumenta: unas mujeres se envalentonan y se lanzan en contra de los policías estatales quienes resguardan el principal acceso al penal. Les lanzan piedras, tierra, botes, agua, luego los empujan, pero nada rompe la muralla de policías. Las mujeres se calman. Muchas no dejan de llorar, los ojos los tienen rojos, hinchados, y cada vez que pueden hablan por el celular.

Nadie se atreve hablar con los reporteros. Tienen miedo por su seguridad, pero también de que sus palabras se conviertan en represalias en contra de su familiar.

El sol comienza a caer, son las 5:38 de la tarde y al acceso del penal se acerca un grupo de funcionarios. A la cabeza ninguno de importancia. Los familiares se acercan, se arremolinan. Piden información y se las van a dar.

El funcionario les anuncia que va a leer la lista de los 28 reos muertos. Comienza: “Bernardo Ruiz Chegot” y se escucha un llanto, un grito: “A partir de este momento cualquier cosa se dirigen al Semefo”, le ordena a una mujer que se dobla al escuchar el nombre.

La lista sigue. Los familiares reconocen a los suyos. La escena está llena de contrastes. Unos lloran y otros piden se callen.

Los 28 nombres se agotan, la lista concluye y la muerte toma nombre y rostro. Y otra vez viene un contraste: para unos la lista dio alivio para otros el dolor, pero al final a todos les dio certidumbre, sí: unos continúan teniendo a familiares presos y los otros ahora muertos.

La madrugada de jueves la barbarie reinó donde se supone no tiene acceso, penetró al lugar que fue construido precisamente para convertirla en virtud, para castigarla y para corregirla. Posdata. El presentimiento de la mujer de 70 años se cumplió: el nombre de su hijo estaba en la lista.

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