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El sol estaba esplendoroso. No había una sola ventisca en la montaña, a pesar que días atrás habían caído unas tormentas terribles. Los siete alpinistas llevaban seis horas ascendiendo la cara norte del Pico de Orizaba.
El calendario marcaba el dos de noviembre de 1959. Y el reloj las 12:15 del día. Los siete hombres, integrantes de la Legión Alpina de Puebla, se encontraban a cinco mil 300 metros sobre el nivel del mar. Casi en la cima del volcán. Pasaban el último de los obstáculos más peligrosos. Una grieta de dos metros de ancho.
Tres de los siete alpinistas se “encordaron”. Primero pasó el guía Enrique García “La Calavera” y con la cuerda amarrada a su cuerpo apoyó a Juan Espinoza, un chaval de 17 años, al que le apodaban “La Voz”, porque siempre se la pasaba jugando e imitando al programa de radio “La Voz de Puebla”. El tercero en pasar la grieta fue Manuel Campos, a quien sus amigos le decían el “Indio Verde” porque tenía más de cien ascensiones. Siguieron el camino.
Cada quince días subían ese tipo de montañas. Los otros cuatro que se acercaban a la grieta estaban maravillados por el día soleado. Era extraño, porque los últimos quince días del mes de octubre hubo mal tiempo, ventiscas y nieve al por mayor.
Alberto Rodríguez, Marco Antonio Fernández, Darío Huesca y Luis Espinoza, se preparaban para encordarse y pasar la grieta, cuando de pronto se escuchó un ruido ensordecedor, terrible, tenebroso… con olor a muerte.
“Fue un tronido espantoso. Nunca lo he vuelto a escuchar”, recuerda a la distancia Luis Espinoza, quien para aquel 1959 contaba con 22 años de edad. Su mente se acordó de su amada y mientras era arrastrado por una enorme ola de hielo alcanzó a gritar: “Chela ya no nos casamos”.
En medio del amasijo de nieve, rodó cerca de 350 metros y en ese lapso de unos cinco minutos que duró la avalancha para sus adentros se dijo: “Ya me llevó el tren, ya me maté aquí”. No murió. Logró salir de entre la nieva y comenzó a gritar “Calavera, Calavera”, el guía del grupo. Hubo un silencio sepulcral.
Dispersados en un radio de veinte metros, encontró con vida a Marco Antonio Fernández y a Darío Huesca. Comenzaron a divisar hacía arriba y ubicaron la mano de Alberto Rodríguez. Su cuerpo quedó enterrado y murió ahí.
“Pensé en subir enseguida, pero cuando ya estaba allá ya estaba muerto y gritamos y gritamos y nada y todo estaba tapado”, recuerda hoy a sus 78 años de edad Don Luis. Lo acompaña su esposa Chela.
El Calavera, La Voz y el Indio Verde fueron arrastrados a la grieta y enterrados por miles de toneladas de nieve. Sólo tres de siete estaban vivos. No había nadie más.
“No podíamos hacer nada…, la cuerda se quedó por ahí tirada…”. Con todo el dolor en su alma, emprendieron el descenso, tristes.
“Sentía tristeza, una gran tristeza… en 1955 ya había tenido un accidente de dos compañeros de la Legión Alina que murieron…. Tristeza, sólo tristeza y fuimos a avisar al papa de Enrique que tenía una tienda en la 9 Norte y 2 Poniente. Le dijimos que Enrique no había regresado”, rememora. El padre de El Calavera, el guía del grupo, sólo atinó a decir: “Pobre madre”, en alusión a su esposa y a la madre del alpinista.
En ese momento Luis cargó en sus espaldas con la muerte de uno de sus amigos. “Sentía una enorme tristeza porque yo me sentía responsable. Él era beisbolista y tres años antes lo invité a que fuera parte de la Legión Alpina y se compró zapatos nuevos, las recuerdo. Ese día las estrenó”.
Había perdido a su amigo. Le daba pena hasta ver a la madre de su amigo. No quería ni verla, porque ella sabía que él había invitado a su hijo y que él se había salvado. Dos años dejó de subir a la montaña. “Tenía miedo, miedo”, reconoce.
Luis empezó en el alpinismo a los 12 años y logró 137 ascensos. A más de 50 años de distancia y al conocer que fue localizado un cuerpo de un alpinista que se encuentra momificado, le llegó alegría a su corazón.
Finalmente sacó de su vieja cartera un papel amarillento y roto. El papel tiene 52 años de antigüedad. En él yacen los teléfonos de “Los Canchola”, quienes alquilan jeeps y hacen los ascensos, a quienes avisó subirá al primer albergue para recibir a sus amigos, porque está seguro que el alpinista hallado es El Calavera.
“Estaré en una tranquilidad si son ellos”, suelta el hombre de lentes gruesos y se despide: “Ya no voy a tener en mi cabeza eso, siempre he estado triste porque no aparecen”.