En los alrededores del Coloso de Santa Úrsula se vive la fiesta propia de un Clásico. Amarillos y rojiblancos se cruzan sin mayores contratiempos. Sólo los barristas son custodiados por agentes de la policía que resguardan su entrada al inmueble.

Los elementos festivos están ahí: hay pelucas coloridas, máscaras de luchador adaptadas con distintivos de América y Guadalajara, banderas, trompetas, aglomeraciones en los accesos al inmueble. Pero ya dentro, la historia da otro vuelco de esos propios del futbol.

Cemento. Mucho cemento. La grada luce semivacía. A menos de media hora para el silbatazo inicial, cerca de 50 mil aficionados ocupan ya sus lugares. Ni la ilusión de los niños, ni el entusiasmo de los viajeros llenan el estadio. Al Azteca le sobra concreto, pero no entusiasmo. El peso de los equipos más grandes que tiene el balompié nacional se siente desde antes de arrancar el encuentro.

La salida al campo para entrar en calor de los equipos provoca las primeras emociones. Desde el sur nace el grito: “¡Chivas, Chivas!”. El norte responde: “¡Águilas, Águilas!”. A simple vista, hay mayoría americanista. “Es que el amarillo es más llamativo”, replica alguien en la tribuna. Viste, por supuesto, de rojiblanco.

Con el transcurso de los minutos, la entrada mejora. Es una gran asistencia. Pero el Azteca no está repleto. Es el partido como local del América con más aficionados en la tribuna durante la actual temporada. Eso es cierto. Pero aquellos llenos en que los antiguos cronistas afirmaban que “no cabe un alfiler”, hoy generan nostalgia.

Cerca de 73 mil aficionados con boleto pagado, ya en el encuentro, se someten al ritmo de la pelota. El futbol mueve masas con su encanto natural. Dicta el orden en que las pasiones se desatan en una tribuna. El Clásico Nacional no es la excepción.

Marco Fabián, el cuestionado por los seguidores a su llegada al Distrito Federal, provoca la primera locura. Su cabezazo desata la algarabía rojiblanca. El 1-0 pone en duda aquello de que el estadio se veía más amarillo. Los chivas salen de todas partes.

Pero es un deporte cambiante. El ánimo da vuelta cinco minutos más tarde. Juan Carlos Medina es culpable de un grito tan grande como el propio Azteca. El “¡Águilas, Águilas!” nace entonces del corazón.

El salomónico empate a medio tiempo es despedido con aplausos. Pero al combativo Clásico le faltan emociones. La tribuna lo anhela. Lo espera. En cierta forma, lo presiente. La fiesta no conoce de circunstancias, ni de errores fortuitos. El desvío de Diego Reyes, a tiro de Rafael Márquez Lugo sirve para dos cosas: da ventaja a Chivas y convierte al Azteca en un manicomio rojiblanco.

¿Hay lugar para más locura? Lo hay. Y la desata nuevamente Rafael Márquez Lugo. Su segundo tanto, el 3-1 en el marcador, lleva la fiesta a su clímax. El grito de “¡Chivas, Chivas!” retumba en los cimientos de la catedral del futbol mexicano.

El Azteca, entonces, se entrega al Guadalajara. ¿Como en casa? No. Mucho más. El Coloso de Santa Úrsula entrega al Rebaño Sagrado vibraciones que pocas veces se presencian en el estadio Omnilife. El Clásico Nacional concluye, en la tribuna, con una fiesta que se pinta de rojo y blanco, al ritmo del balón.

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