A semanas del atentado perpetrado en contra de los periodistas franceses de la revista Charlie Hebdo, esta opinión pretende abonar un poco en la discusión que sobre la libertad de expresión se ha desatado en Francia y en el mundo. La libertad de expresión constituye uno de los derechos fundamentales creados y salvaguardados por el mismísimo Estado Democrático Moderno. Prueba de ello es que se encuentra consagrada en prácticamente todos los instrumentos jurídicos internacionales. Esta importante libertad puede entenderse como la prohibición al Estado de impedir el actuar expresivo de los ciudadanos. Pero también el ejercicio de esta libertad conlleva un elemento fundacional en la construcción de la vida democrática de un país, es decir, es un derecho fundamental con alta connotación política: poder decir libremente lo que no nos parece.

De ahí que el ámpula generada a nivel internacional demuestra la indignación de los diferentes sectores por los homicidios perpetrados, pero también y sobre todo por la posibilidad de limitar o no la libre manifestación de las ideas. Esto viene a colación en razón de que muchos actores internacionales han mostrado veladamente que tal vez los periodistas cayeron en excesos y las consecuencias que ello acarreó. Pareciera ser que veladamente se discuten los límites a esa libertad.

Desde el Derecho, aparentemente el problema está resuelto, pues claro que la libertad de expresión tiene límites: la moral, el derecho de terceros, que no se atente contra el orden público. En una sociedad como la francesa, —cuna de las libertades fundamentales—, la mayoría, y subrayo: la mayoría, difícilmente se sentiría ultrajada con las publicaciones que motivaron el atentado. Un ejemplo de ello es la respuesta ciudadana que se tradujo en una marcha pública de casi cuatro millones de franceses en pro de la libertad de expresión. En atención a su tradición libertaria, entienden que el derecho a expresarse libremente abriga la manifestación de ideas que se comparten con la mayoría, pero sobre todo, expresar aquellas ideas minoritarias, impopulares, críticas. Esas que incluso un sector de la sociedad pudiera considerar ofensivas. Atención: la libertad de expresión antes que al consenso, protege al disenso. Esta libertad es parte del catálogo de derechos que salvaguarda a las minorías de un Estado, frente a una apabullante mayoría. El cariz en el caso francés es justamente la libertad de expresión política; lo que motiva a sacar la lupa más grande que tengamos al momento de examinar los límites a la libertad de expresión frente a posibles conflictos de ésta con bienes jurídicos protegidos. El análisis jurídico debe equilibrar de una manera proporcionada y caso por caso, las exigencias de la libertad de expresión con la contraparte de resguardar los derechos en conflicto.

El problema es otro y no de derecho: pensemos por ejemplo que la libertad de expresión en Francia tuviera límites que permitiera la posibilidad de presentar una demanda por parte de los ofendidos; ¿hubieran demandado los ofendidos?, ¿estas garantías legales hubieran detenido el atentado? Por supuesto que no; el conflicto está en otra esfera: en los límites éticos que las sociedades se autoimponen para convivir pacíficamente. Creo que ese es el nudo gordiano: los hechos que se han presentado en estos días en Francia motivan una discusión para preguntarnos en qué medida nuestros actos —legales totalmente, bajo el amparo jurídico de la libertad de expresión— contribuyen o no a la sana convivencia, qué tanto son necesarios, el preguntarnos su intensidad, preguntarnos por los destinatarios, preguntarnos por los que se sientan ofendidos. Una vez contestadas esas preguntas actuemos responsablemente en consecuencia de nuestros actos, como deberán hacerlo ante los tribunales aquellos que se sintieron profundamente ofendidos por las publicaciones de la revista a grado tal de perpetrar crímenes tan horrorosos como de los que fuimos testigos a costa incluso de su propia vida.

Director General de ArtMol Consultores y Servicios.

@arturomolinaz

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