En un evento reciente que tuvo lugar en la UNAM, Jacobo Dayán, activista por los derechos humanos, recordó lo que significa no dejar que los demás digan lo que piensan, no permitir que fluyan las ideas y las críticas: es el fascismo.

Según esa ideología, se destruyen libros, monumentos y obras de arte, y se usa la burla, la descalificación, humillación, exhibición en plaza pública, cárcel, exilio, linchamiento y hasta muerte de quien no sigue las consignas. Y el método es tan poderoso, que ya sea por convicción o por miedo, nadie se atreve a defender al acusado.

Si bien Dayán se refería a los años treinta del siglo pasado en la Alemania nazi, lo que dijo aplica a otras situaciones de ayer y de hoy: la inquisición española, el estalinismo soviético, la revolución cultural china, el Afganistán del Talibán, la Venezuela chavista y otros casos en los que no se puede decir ni hacer nada que al poderoso no le guste.

Pero resulta que ¡sorpresa! eso no solamente sucede en regímenes autoritarios. Incluso en los que consideramos democráticos se puede conseguir lo mismo, a través de la creación de eso que Philip Zimbardo llama “un ánimo social” que apoye y hasta estimule esos comportamientos. Así lo explica el estudioso de la violencia: las personas no son figuras solitarias que actúan en el vacío sino que interactúan con otras que pueden desde influir en ellas hasta cambiarlas radicalmente. Lo que convierte a una persona común y corriente en capaz de cometer actos malvados son las corrosivas influencias de las poderosas fuerzas situacionales.

Pues bien, esto es lo que estamos viendo en México: se ataca a intelectuales críticos de las decisiones presidenciales o de la actuación del partido en el poder, a periodistas que muestran la realidad desde una perspectiva no oficial, a activistas de causas que no le gustan al poderoso y a instituciones que no obedecen ciegamente sus instrucciones o que tienen datos diferentes a los suyos. Y esto se hace desde el poder y se replica en las redes sociales y en las leyes que se promulgan en las cámaras y en la procuración de justicia, que no es sino una burda burla.

Entonces uno se pregunta: ¿Quién se va a atrever a defender a periodistas como Carlos Loret de Mola o Ciro Gómez Leyva, a intelectuales como Enrique Krauze, a activistas como Javier Sicilia, a instituciones como el INE o el Inegi?

Difícil, muy difícil. Porque quien se atreva será a su vez insultado, humillado, cuestionado, perseguido, amenazado.

Traigo esto a colación por el caso del académico Sergio Aguayo, acusado de daño moral por un exgobernador, quien se las agenció para conseguir que el caso llegara a un juez que lo apoyó y que le impuso al activista un castigo desmesurado.

¡Y nosotros que estábamos tan orgullosos de haber conseguido el derecho a la libertad de expresión y al disenso como sustento de la democracia! ¡Y nosotros que hemos ejercido ese derecho contra presidentes, gobernadores, esposas, funcionarios y autoridades de todo tipo a los que criticamos con todo, les exigimos todo y ahora resulta que eso ya no se puede hacer, pero ya no solo porque la así llamada justicia es corrompible, sino porque desde el gobierno, el que llegó al poder precisamente por haber ejercido ese derecho, se ha generado un ánimo social que considera que la crítica hace daño!

Pero eso hay que denunciarlo. Por dos razones: una, porque el disenso y la crítica le hacen bien a México. Y dos, porque hacernos los sordos y ciegos es permitir que sigan sucediendo estas situaciones que a todos afectan, hasta a quienes creen que a ellos no. Como escribió el pastor Martin Niemöller: “Primero vinieron a buscar a los comunistas y no dije nada porque yo no era comunista. Luego vinieron por los judíos y no dije nada porque yo no era judío. Por fin vinieron por mí pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada”.

Escritora e investigadora en la UNAM. sarasef@prodigy.net.mx www.sarasefchovich.com

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