Me llega a menudo la pregunta, en los comentarios a la columna, en las redes sociales o en vivo ¿Y yo que sé de lo que escribo? ¿Qué he experimentado? ¿Qué he vivido?

No mucho, para ser sincero. Conozco la sensación de tener una pistola apuntándome al corazón. Y a la sien. Y a la espalda. Empuñada por asaltantes, secuestradores, policías o adolescentes imbéciles.

Sé lo que es un asalto. Uno con cuchillo y otro con pistola. He sentido el terror, las ganas apenas controlables de escapar por piernas, el alivio de salir vivo y la rabia por la agresión.

Sé lo que es un secuestro. Uno de horas, en un taxi, con ojos vendados, dando vueltas en un carrusel loco, de cajero automático en cajero automático, con un desgraciado que me golpeaba y otro, tal vez más insultante, tratando de ser cordial y asegurándome que no hacían eso por maldad, sino porque la cosa estaba muy dura.

Y sé lo que es ser botado por esos mismos secuestradores en alguna colonia desconocida, desorientado, sin un centavo en la bolsa, a la espera de un milagro como el que acabó sucediendo: una mujer que, por puro espíritu samaritano, me dio un aventón a mi oficina. Ignoro su nombre, pero le agradezco el gesto más de lo que se imagina.

He experimentado el coraje que provoca un fraude, una clonación, el descubrimiento de que en la cuenta de banco hay más transacciones que las debidas y menos dinero que el anticipado. Y lo conozco bien: me pasó no una, sino dos veces.

Del coche, me han robado espejos, tapones de llantas y un estéreo. Y luego el coche mismo, encontrado semanas después, desvalijado hasta el chasis, parado sobre ladrillos, en un callejón perdido de la Colonia Obrera.

Están también mis encuentros con la policía. Uno fue por volarme un alto, otros por alguna (supuesta) infracción de tránsito y uno más solo porque sí, donde el oficial en cuestión remató la arbitrariedad sembrando droga en mi coche. Debo confesar, no sin sentir vergüenza, que salí del brete cediendo a la extorsión propuesta.

Tengo en mi haber tres visitas a agencias del ministerio público y en cada una, se repitió la misma cantaleta: “¿Seguro quiere denunciar? ¿Segurísimo? Porque no va a servir de nada. Y si agarramos a los delincuentes, van a saber quién les puso el dedo encima. Entonces, ¿de veras quiere denunciar?” En los tres casos, denuncié. No sirvió de nada.

Además, soy hijo, hermano, esposo, yerno, cuñado y amigo de víctimas del delito. Mi madre sufrió un fraude. Mi mujer fue golpeada por un desconocido en la calle, sin más razón que las ganas de golpear del desconocido. Mi suegra fue asaltada dentro de un supermercado (sí, en el interior de la tienda). Varios primos, tíos, amigos, vecinos y compañeros de trabajo han sido asaltados, robados, defraudados o birlados.

Y está, por supuesto, la extorsión telefónica. Esa me ha tocado a mí, a mi esposa, a mis padres, a mi suegra, a la mayoría de mi parentela biológica y política, y a un porcentaje más que representativo de las personas en mi entorno. Algunos cayeron, otros no. Todos acabamos asustados.

Entonces eso sé, eso he sido, eso me ha pasado a lo largo de tres décadas. No es mucho. Supongo más bien que mi experiencia es similar a la de miles. Y eso no deja de ser algo deprimente: eso que sé, lo sabemos demasiados.

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