A pesar de mi determinación de diversificar los temas de esta columna para el verano, Donald Trump, parafraseando a Michael Corleone, “me vuelve a meter” a escribir sobre su gestión. Y es que la semana pasada, la Casa Blanca anunció su apoyo a una iniciativa de ley de dos senadores republicanos que, de ser aprobada, reduciría en 50% la migración legal a Estados Unidos y modificaría de tajo premisas fundacionales de su política migratoria. Montada en la plataforma nativista que postula desde hace más de dos décadas que el país está inundado por la inmigración, la Casa Blanca busca vender la reducción en los niveles de migración documentada —privilegiando a migrantes altamente calificados y que hablan inglés— como paliativos a la falta de empleo y caída salarial de votantes blancos sin educación universitaria. El resentimiento del votante blanco puso a Trump en la Casa Blanca. Y todo apunta —particularmente ante la embestida de medios, la mayoría del electorado y las encuestas desfavorables— a que el presidente va a seguir alimentando ese rencor en las semanas por venir a través de políticas que buscan capitalizar la incertidumbre, dislocación socioeconómica y miedo demográfico irracional a un país más diverso; podrá así alcahuetear la ansiedad racial y de clase de su base de voto duro. Si hay un hilo conductor consistente en la vida pública del ahora mandatario estadounidense es su empatía con el chovinismo blanco. Eso explica, por ejemplo, su obsesión con el tema de la supuesta acta de nacimiento falsa de Obama, lo cual le confirió además la legitimidad que ningún otro candidato republicano obtuvo con ese sector. El principio toral de Trump, Steve Bannon y Stephen Miller, el ex asesor legislativo del entonces senador Jeff Sessions (ahora procurador general), es canalizar el resentimiento socioeconómico y demográfico del electorado blanco para torpedear un país pluriétnico y diverso. Pero también tiene un propósito político-electoral. El paradigma fundacional de la política migratoria estadounidense hasta ahora ha sido la reunificación familiar. Es esa la premisa que aterra a sectores amplios de la extrema derecha; saben que la reunificación familiar alimenta en gran medida el voto demócrata, como ya ha pasado en estados que hasta hace una década eran sólidamente republicanos, como Nevada o Colorado, o como podría ocurrir en Texas. Y no les falta razón; el número de nuevos votantes hispanos elegibles para votar pasó de los  3.3 millones que había en 2000, a cerca de 6.6 millones de votantes adicionales para 2016.

Sin embargo, los datos duros y la realidad económica van a contrapelo del restriccionismo. De entrada, basado en números actuales, la inmigración legal en EU hoy se encuentra un 30% ciento por debajo de su promedio histórico; ya no se diga lo que ha ocurrido con la actual tasa neta cero de migración mexicana a EU.  Y todos los análisis económicos apuntan a que la migración no sólo no deprime salarios ni quita empleos, sino que detona el crecimiento económico. Y aquí es donde existe una oportunidad, no sólo para nivelar el marcador contra la xenofobia, sino para México y el bienestar de millones de paisanos en EU.

Uno de los temas que pasó relativamente desapercibido de la reunión que sostuvieron los presidentes mexicano y estadounidense en el marco de la Cumbre G20 en julio fue una breve mención a la posibilidad de explorar un acuerdo para trabajadores temporales. En 2016 un grupo de mexicanos y estadounidenses elaboramos un informe —coordinado por el ex presidente Ernesto Zedillo y el  ex secretario de Comercio Carlos Gutiérrez  y divulgado en septiembre pasado— cuyo propósito fue diseñar un  esquema para la movilidad laboral circular entre México y EU. Desde hace una década, cuando la reforma migratoria integral cogió tracción en EU con la iniciativa de ley bipartidista presentada en 2006 por los senadores Edward Kennedy y John McCain, programas de trabajadores temporales, junto con la regularización legal de los 12 millones de indocumentados en EU, se convirtieron en los dos vectores esenciales para resolver la disfuncionalidad de la política migratoria de ese país. En momentos en que la Casa Blanca pretende colocar un dique a flujos futuros de migración, tanto calificada como no calificada, sectores de la economía estadounidense —sobre todo agrícola y  servicios— comienzan a experimentar la falta severa de mano de obra. Si México logra articular de manera paralela y vinculada a la negociación del TLCAN una propuesta basada en los criterios contenidos en el informe al que me refiero para la circularidad legal, ordenada y segura de mano de obra, protegiendo derechos y estándares laborales en ambos lados de la frontera, no sólo cosecharía aliados muy relevantes en EU, sino que podría transformar de manera radical las perspectivas para millones de nuestros connacionales en EU.

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