En los primeros párrafos de la novela Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago, el autor portugués describe a un conductor que, detenido en una esquina mientras espera la luz verde, se da cuenta de que no puede ver: “En un movimiento rápido, lo que estaba a la vista tras los puños cerrados del hombre, como si aún quisiera retener en el interior del cerebro la última imagen recogida, una luz roja, redonda, en un semáforo. Estoy ciego, estoy ciego, repetía con desesperación mientras le ayudaban a salir del coche, y las lágrimas, al brotar, tornaron más brillantes los ojos que él decía que estaban muertos”. El sello editorial Santillana, que publica el libro en español, comenta en la cuarta de forros: “En un punto donde se cruzan literatura y sabiduría, José Saramago nos obliga a parar, cerrar los ojos y ver. Recuperar la lucidez y rescatar el afecto son dos propuestas fundamentales de una novela que es, también, una reflexión sobre la ética del amor y la solidaridad”.

Cuando leemos este libro, la mayor parte de los lectores lo hacemos con la vista (habrá también quienes escuchen el audio). Los que distinguimos letras sobre un papel o pantalla, agradecemos desde el fondo del corazón tener el privilegio de ver de cerca una serie de vocales y consonantes, 27 letras en total, que en diferentes acomodos forman grafías que tienen un significado. El lenguaje es lo más preciado de la humanidad, usted lo sabe bien.

En este momento histórico, cuando sufrimos una pandemia que nos ha alejado de los demás, que nos impide reunirnos en forma física, nos queda la visión a distancia a través de pantallas que nos acercan a los seres amados, gracias a las plataformas digitales. No es suficiente, dirán algunos. Necesitamos la cercanía, expresan los amigos, repiten las madres cuyos hijos quedaron detenidos en otras ciudades o países. Nos hace falta ver al otro, gozarnos en esa mirada que lo ennoblece, que le asigna atributos de belleza. Las arrugas o canas de nuestros viejos se vuelven hermosas a nuestra vista.

Hay otro significado para la palabra visión: el que implica sueños, anhelos y propósitos, fincados en la realidad, para darle un sentido a lo que hacemos. Necesitamos creer que mañana será mejor que hoy. Para ello buscamos a un visionario, que defina ese futuro buscado.

Desde que el ser humano comenzó a caminar por esta tierra, bien plantado sobre sus pies, se unió con otros para formar una comunidad. Las familias formaron gremios, inventaron ritos, abrieron tiendas, crearon ciudades. El grupo designó a un jefe: el que sabía mirar lejos.

Hay soñadores que hacen realidad sus sueños. Tal es el caso de Elon Musk, creador de Tesla, Solar City y Space X. Tesla produce automóviles eléctricos que están cambiando la industria automotriz. Su fin primordial es reducir la dependencia de los combustibles fósiles, para frenar el calentamiento global. Solar City ofrece energía solar para viviendas; Space X busca acelerar la exploración espacial. Musk está trabajando también en un transporte de alta velocidad; su primera meta sería lograr que el tiempo de traslado entre San Francisco y Los Ángeles (más de 600 km) sea de media hora.

Un ejemplo más: Salman Khan, en 2006, enseñaba matemáticas y ciencias a sus primos, subiendo sus lecciones a YouTube. Sus alumnos se multiplicaron y en 2009 creó Khan Academy, un sistema de educación en línea, disponible en forma gratuita a todo el mundo. Hoy, con el apoyo de los gigantes de Silicon Valley, tiene más de 40 millones de usuarios.

Estoy convencida de que hay mentes brillantes a nuestro alrededor, que solo necesitan un acicate, una palanca que ponga en marcha un mecanismo que ayude a los demás a conseguir sus propósitos y resolver sus problemas. Hay visionarios por todas partes, y su tenacidad los lleva a inventar aparatos, imaginar sistemas de producción y crear ciudades en la mente, para luego hacerlos realidad.

Hace años, trabajé para una empresa que desarrolla parques industriales, centros comerciales y nuevas urbanizaciones. Vivo en una casa construida por esa compañía: mi colonia tiene unas 800 viviendas diseñadas por sus arquitectos y levantadas con el esfuerzo de cientos de trabajadores. Los dos dueños eran amigos muy cercanos, que compartían su visión de negocios. Un amigo mío, que salía con ellos al campo, me dijo un día: “Tú miras una tierra sin cultivar, una loma, piedras sueltas y unos viejos mezquites. Ellos están mirando una avenida, con glorietas verdes y aceras con jardín; aquí una gasolinera, allá una plaza comercial; a la derecha, una zona de viviendas; a la izquierda, dos edificios de veinte pisos”.

Si un niño de su familia, su sobrino o nieto, tiene sueños, hágale el favor a la humanidad de alimentar su interés: lean libros, vean tutoriales, hagan experimentos, aprendan juntos sobre esa materia. Después déjelo en libertad para que se vuelva especialista en su tema. Para que un visionario alcance una meta, necesita del estímulo de su tribu.

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