La violencia materializa el odio, el rechazo absoluto a lo diferente y opuesto; encarna la total incapacidad moral para salir de sí y encontrarse con el otro; expresa el miedo al otro, el agotamiento de las ideas, del diálogo y de la política. Sólo los autócratas temen al legítimo “no” de quienes disienten, son afectados por sus decisiones, u ofrecen alternativas.

La grandeza del estadista reside en navegar y llegar a puerto en medio de adversidades, en la capacidad para sumar fuerzas en un mismo objetivo; para asumir, respetar e involucrar las diferencias en la construcción y en el goce de un bien común.

Una cosa es el enojo personal, la ira natural humana que se experimenta cuando una persona es agredida, o no logra lo que desea, y que, pasado un tiempo, recapacita y toma decisiones para mejorar; y otra, muy distinta, la violencia que se institucionaliza y sistematiza para acallar disidencias u oposiciones.

La violencia política en México se ha institucionalizado con la 4T. Inicia con la mentira cotidiana (postverdad o infodemia), esa forma de agresión que minusvalora a la ciudadanía, ofende la inteligencia, socava a la propia autoridad y a la credibilidad social en los gobernantes; que deforma la realidad y prevarica de su deber de transparencia.

La polarización, el señalamiento, la denostación y el uso de las instituciones para agredir a los opositores, críticos y a quienes han dejado de creer en el presidente y en su gobierno, es también una forma cotidiana de violencia. Su única “virtud” se perdió con motivo de la consulta de revocación y la negativa de los diputados de oposición a apoyar la contra reforma eléctrica: pasó de la violencia verbal, a la agresión física, al llamado al linchamiento de los diputados de oposición, a quienes califica de “traidores a la patria” (a él).

La tragedia se agrava cuando quien debe velar por el imperio de la ley es el primero que la profana; amenaza (con soltar al tigre), incita a la agresión, a la violencia y, peor aún, cuando ha desmontado las instituciones de procuración e impartición de justicia para gozar, junto con sus protegidos, de plena impunidad; o para encubrir al crimen organizado.

La violencia, suele generar violencia. Destruir siempre ha sido más fácil que construir. El problema de iniciar la espiral de violencia, es que esta se vuelve imparable y escala cada vez más el nivel de crueldad e inhumanidad. Solo termina cuando destruye al otro, al enemigo.

La violencia inicia cuando en la política deja de haber política; cuando en el diálogo no hay contrapartes, y cuando en la democracia ha dejado de haber demócratas. El paso de la autocracia a la dictadura es obligado: la unidad se torna uniformidad, desaparecen las diferencias y florece el pensamiento único. El bien del tirano se convierte en el bien común.

Y todos se obligan a servir a esa causa.

La violencia como recurso gubernamental institucionaliza la cultura de la muerte. En ella los inocentes no tienen voz: ni los bebés abortados, los ancianos sometidos a eutanasia ni, como ya sucede, las víctimas de la violencia criminal o de la incompetencia sanitaria gubernamental.

El momento presente nos convoca a la racionalidad, a no caer en provocaciones. Los violentos, tarde o temprano, serán alcanzados por la justicia. La enseñanza es simple: no conviene dar todo el poder a una persona, ni que la ciudadanía abandone la política.

Periodista y maestro 
en seguridad nacional

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