El poeta cubano José Ángel Buesa vivió desde joven en La Habana, donde pudo atisbar desde el malecón los barcos que traían viajeros a su isla. Lo cuenta en verso: “«Mirad: un extranjero». Yo los reconocía / siendo niño, en las calles por su no sé qué ausente. / Y era una extraña mezcla de susto y de alegría / pensar que eran distintos al resto de la gente. // Después crecí, soñando, sobre los libros viejos; / corrí, de mapa en mapa, frenéticos azares, / y al despertar, a veces, para viajar más lejos, / inventaba a mi antojo más tierras y más mares”.

Este es el germen del deseo que lleva a los viajeros a recorrer ciudades lejanas, seguir las huellas de seres legendarios, caminar por playas vírgenes, abordar naves que cruzan los océanos, explorar selvas y desiertos. El viajero no es turista. No busca los sitios concurridos que sirven de marco a la fotografía instantánea. El que viaja se encuentra a sí mismo a cientos de kilómetros de casa, escuchando las sílabas de idiomas distintos, que cuentan historias ajenas que convierte en propias, porque no hay nada más universal que lo ocurrido en una aldea. Al probar el pan amasado por hombres de una raza de belleza inverosímil, al aspirar el vapor picante de una sopa preparada por una mujer de mirada transparente, el viajero se integra, así sea por unas horas, a una comunidad que lo acoge para hacerle sentir que, al final, todos somos humanos y nuestras vidas son reflejos de un prisma universal.

Los viajeros, almas inquietas, no aceptan los límites físicos que les fueron impuestos: las cuatro paredes que les rodean, la calle que se abre ante su puerta, la escuela de la infancia o la parcela de sus antepasados. A diferencia de los turistas, que viajan por rutas establecidas por agencias, que compran objetos con nombres de sitios en tiendas coloridas, los viajeros tratan de entender la iconografía de una pintura, de apreciar la estructura de un edificio, de calzar los zapatos del hortelano que le comparte verduras recién cosechadas.

El viajero se queda todo el tiempo posible en la casa de una anciana para escuchar sus cuentos, se vuelve tío adoptivo de los niños vecinos, mira el mundo con asombro intacto.

Ramón López Velarde se pregunta: “¿Dónde está la niña / que en aquel lugarejo / una noche de baile / me habló de sus deseos de viajar / y me dijo su tedio?”. Como si hubiera leído esta pregunta del poeta zacatecano, Pablo Neruda escribe: “Siento viajar tus ojos y es distante el otoño: / boina gris, voz de pájaro y corazón de casa / hacia donde emigraban mis profundos anhelos / y caían mis besos alegres como brasas”. La mirada delata a los viajeros.

El viaje definitivo es la muerte. Vicente Huidobro, chileno nacido en Santiago y activo durante la primera mitad del siglo XX, explica a su manera el último trayecto: “Heme aquí al borde del espacio y lejos de las circunstancias / me voy tiernamente como una luz / hacia el camino de las apariencias. // Volveré a sentarme en las rodillas de mi padre / una hermosa primavera refrescada por el abanico de las alas / cuando los peces deshacen la cortina del mar / y el vacío se hincha por una mirada posible. // Me gusta viajar como el barco del ojo / que va y viene en cada parpadeo”.

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