“No tuve amor, no tuve cariño, nadie me cuidó, no tuve nunca nada de lo que tuvieron otros seres humanos”.

Escucho el testimonio de Rosa Castilla, una nicaragüense de 34 años de edad. En 40 minutos Rosa me habla de un país en el que nací, y en el que he vivido, y al que sin embargo no conozco. Me habla de mujeres a los que mis compatriotas encierran en jaulas, de antros y bares de Chiapas, Veracruz, Tlaxcala y las ciudades de la frontera norte, en donde niñas de siete, ocho, nueve años son vendidas y explotadas sexualmente.

Los padres de Rosa se habían ido a trabajar a Estados Unidos. Su madre comentó un día en el trabajo que deseaba que Rosa los alcanzara y uno de sus compañeros le dijo que conocía a alguien, “una persona que puede traerla”.

Era 1995. Rosa tenía 12 años. Vivía en Santiago de los Caballeros de León. Sus padres le avisaron que un “señor mexicano” iría por ella y le conseguiría un pasaporte. El hombre que fue a recogerla tenía cerca de 50 años. Llegó  acompañado de otras personas.

Le dijeron que iban a ayudar a cruzar la frontera a otras personas e iniciaron el camino. “Cuando pasamos por Honduras recogieron niños y  niñas, cuando pasamos por El Salvador recogieron a otros y cuando llegamos a Guatemala recogieron a otros más. Cuando estábamos en la orilla del río Suchiate éramos cerca de 60 niñas. Íbamos en grupos: las que teníamos de siete a 12, las que tenían de 12 a 15 y las de 15 para arriba”.

En Ciudad Hidalgo, Chiapas, Rosa fue vendida un hombre que tenía un bar, El Clímax, ubicado a orillas de la carretera. Se apellidaba Lobos. Nunca supo lo que pagó por ella. Pero entendió en lo que había caído desde la primera noche, cuando el dueño del bar y los encargados la “estrenaron”.

Quedó cautiva desde aquel día en los altos del establecimiento. Tras las golpizas y las amenazas de rigor fue abusada “por los guardias de las garitas, los federales de caminos, los militares y los narcos”.

El lugar abría las 24 horas. El señor Lobos les decía a las niñas que si no producían dinero les iba a sacar los órganos para venderlos en Rusia y en China. “De cualquier modo, ustedes valen dinero”, acostumbraba decirles.

Rosa fue enviada a sucursales de El Clímax en Veracruz, Chiapas y el Estado de México, en donde las víctimas eran subidas a una pasarela y ofrecidas a “tres por cuatro, a veces a cuatro por uno”.

Cayó en manos de un señor Chucho y su esposa, la señora Lara, dueños de un bar llamado El Sapo Enamorado. La llevaron a Tlaxcala y la tuvieron ahí “hasta que me cambiaron por dos niñas chiquitas, de 12 y 14 años” (ella tenía ya 17).

Su nuevo dueño, el señor Víctor, oriundo de Tlaxcala, la llevó a los campos de trabajo de Estados Unidos. “Unas veces nos pasaban por túneles, de Tijuana a los campos de California, de Piedras Negras a los de Arizona, de Juárez a los de Texas. Íbamos a los campos de tomate, de chile…”.

Allá, según Rosa, las víctimas de trata son obligadas a prostituirse de cinco de la mañana a ocho de la noche. Cada una produce entre 12 y 15 mil dólares a la semana.

—¿Qué ocurría al terminar la jornada? —le pregunto.

—Nos llevaban a ranchos cercanos a los campos y nos encerraban en jaulas de madera. Si desobedecías o te rebelabas, te quemaban las partes íntimas con un cigarrillo, te cortaban, te marcaban el cuerpo.

¿Quieres saber cuánto tiempo estuve ahí?

—Sí.

—Catorce años.

—¿Sabes qué hice los últimos cinco?

—Qué.

—Dejé de hablar. Dejé de hablar porque a nadie le importaba lo que me pasaba, porque nadie me escuchaba, porque nadie me hacía caso. Llegué estar con veinte muchachas centroamericanas encerradas cada una en una jaula de madera, y todas con una cadena en los pies. Y a nadie le importó nunca…

Tenemos que hacer una pausa para que Rosa pueda continuar. Es entonces cuando me dice “no tuve amor, no tuve cariño, nadie me cuidó, no tuve nada de lo que tuvieron otros seres humanos”.

Yo puedo decirle nada.

—Dime algo que me dé esperanza —se me ocurre de pronto.

Ella deja de llorar.

Seguiré con su historia mañana.

Nota: Fue asesinado en Sinaloa otro periodista, Javier Valdez. Tras el homicidio de la reportera Miroslava Breach, Javier tuiteó: “A Miroslava la mataron por lengua larga. Que nos maten a todos, si esa es la condena de muerte por reportear este infierno. No al silencio”.

Lo reproduzco como homenaje a su valor.

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