Sergio Pitol, poeta veracruzano, nos dejó su propia historia dispersa en varios títulos. Llevó una vida rica, interesante y marcada por etapas de dolor —fue un niño huérfano y enfermo— y momentos de gozo —fue un diplomático que llevó nuestra cultura a los rincones del mundo—; sus palabras son capaces de sintetizar en pocas frases un pensamiento largo y profundo, que a otros les tomaría varias páginas. Dice Pitol: “Uno es los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidiosos. Uno es una suma mermada por infinitas restas”.

Complejo es el tiempo que uno vive hoy en día. Quiero decir que cada uno, como ser humano, padece y disfruta, día con día, asimilando las pérdidas de la jornada anterior, amarrando los sueños de la noche recién terminada con los hilos de un futuro anhelado. Al despertar, las noticias nos vuelven a poner frente a un espejo que refleja nuestra mirada de asombro ante una realidad insospechada, cuyas múltiples facetas nos plantean retos inéditos.

Hablamos español y bebemos nuestras emociones en el tango. Los argentinos lloran con las rancheras entonadas por el trío Los Panchos o por la voz rasposa de Chavela Vargas. La música de nuestros pueblos nos hermana y explica lo que nos ocurre, para comprenderlo mejor.

En 1943, ese enorme compositor llamado Enrique Santos Discépolo escribió: “Uno busca lleno de esperanzas / el camino que los sueños / prometieron a sus ansias. // Sabe que la lucha es cruel / y es mucha, pero lucha y se desangra / por la fe que lo empecina... // Uno va arrastrándose entre espinas / y en su afán de dar su amor, / sufre y se destroza hasta entender / que uno se ha quedao sin corazón”.

Manuel Altolaguirre nació en Málaga, España, en 1905 y murió en 1959. Publicó poemas nacidos de la reflexión y rindió homenaje a los grandes. Como paráfrasis de Jorge Manrique, que nos dejó las “Coplas a la muerte del maestre don Rodrigo”, el malagueño escribió: “Nuestras vidas son los ríos / que van a dar al espejo / sin porvenir de la muerte. // Allá van nuestros recuerdos / mostrándonos lo que fuimos / y para siempre seremos, / cristal en que nuestras almas / revivirán lo vivido / en las prisiones del tiempo”.

Qué más quisiera yo que mis palabras alcanzaran las alturas de los versos de estos poetas, que han sido capaces de sintetizar su pensamiento y empaparlo de lágrimas sin perder por ello un ápice de grandeza. En estos tiempos de crisis, donde se rompen paradigmas y se atropella la razón, la poesía puede ser un faro cuya luz ilumine el camino. Por lo menos, nos acompaña y explica las emociones que sentimos.

Jaime Sabines, el poeta mexicano de sangre libanesa, nos dice: “Soy mi cuerpo. Y mi cuerpo está triste, está cansado. / Me dispongo a dormir una semana, un mes; no me hablen. // Que cuando abra los ojos hayan crecido los niños y todas las cosas sonrían. // Quiero dejar de pisar con los pies desnudos el frío. / Échenme encima todo lo que tenga calor, las sábanas, las mantas, / algunos papeles y recuerdos, / y cierren todas las puertas para que no se vaya mi soledad”.

Qué ganas de dormir un largo tiempo y despertar cuando la tempestad haya pasado; que no haya escombros ni ruinas, ni tumbas recién cavadas. Que los adolescentes tomen las riendas de la diligencia de la vida y sus ruedas transiten por caminos nuevos.

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