Hubo un tiempo, ahora parece muy lejano, en que el Partido Acción Nacional tenía una voz clara. Y qué decir una voz: era un torrente de ideas. Sin miedo y sin cálculos, durante décadas, el partido fue un catalizador de hombres y mujeres valientes, que entendían la política no como una guerra o un negocio, sino como una oportunidad para hacer el bien, y hacer el bien con inteligencia.

Esos hombres y esas mujeres le dieron al PAN sus mejores años y sus ideas más brillantes: libros, ensayos, artículos y discursos cargados de esperanza. Ningún otro partido en México fue depositario de tanta sabiduría: su acervo bibliográfico es único en la cultura política nacional. En el PAN las ideas eran importantes. Era importante pensar. Era importante reunirse a reflexionar sobre México, sobre su historia, sobre su gente.

Y qué decir del poder. El ejercicio del poder no era un fin en sí mismo ni una obsesión megalómana: era el medio para instrumentalizar las ideas y, de esa forma, lograr el bien común. Eso lo distinguía del partido oficial: mientras el PRI se aferraba al poder con una habilidad camaleónica, el PAN anteponía sus principios a cualquier atajo que lo alejara de su vocación.

Ni hablar de la democracia. Nadie ha predicado con tanta elegancia, con tanta elocuencia y con tanta vehemencia la democracia en México, como el PAN. Y no solo predicado: nadie ha luchado por la democracia en nuestro país como esos panistas de otra época que sin miedo a la represión ofrecieron su vida para que algún día México fuera un país democrático.

Hoy toda eso está en el pasado. En nuestro presente fragmentado los principios y las ideas ya no son importantes: lo que importa es ganar. Hoy ese PAN democrático y reflexivo no es vigente ni necesario, incluso dentro del mismo PAN. Hoy, en un país donde la violencia y la radicalización se han convertido en el leitmotiv de la vida pública, la mesura y la coherencia son muestras de debilidad.

O quizá sea al contrario. Tal vez los principios y las ideas sean la única forma de encontrar una brújula en medio de la bruma que nos rodea. Tal vez volver a luchar por la democracia, cuando nadie lucha por ella, sea una manera de evidenciar que nuestro país está dolorosamente roto, y que se necesita un esfuerzo colectivo de empatía para unirlo. Tal vez la mesura y la coherencia sean la fortaleza que nos permita derrotar la abulia que nos carcome.

Cómo se extraña en estos momentos de esterilidad aquella voz brillante del PAN. Aquella voz que se hacia escuchar porque tenía algo valioso que decir. Hoy esa voz se desfigura convertida en ruido. Un partido más en un país partido. Sin trascendencia, sin épica, sin corazón. El dinero, la corrupción, el conformismo y el miedo nos vencieron. Y queremos usar estos vicios para seguir venciendo.

¿Este es el camino que queremos para un partido histórico; para el partido de la democracia? Porque este camino al mejor lugar que puede llevarnos es al fin: de nada sirve ganar elecciones si las ideas nos abandonaron y la lucha por el bien común fue suplida por la mezquindad. Es mejor desaparecer que seguirle fallando a un país al que prometimos mejorar.

Nuestro origen merece un mejor destino. En el PAN tenemos mucho que aprender de nuestro pasado y, si lo hacemos, mucho que aportar a México en el futuro. Como lo entendía Castillo Peraza: nuestro pensamiento político debe ser un proceso en continua evolución. Lo que pasa es que dejamos de pensar, y para evolucionar tenemos que pensar: en nuestro legado; en nuestros errores; en los ideales que dejamos de defender; en la forma de retomar con humildad nuestra lucha por la democracia.

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