Hace muchos años, mi hijo pequeño me pidió: “Vamos a invitarlos a comer y a dormir en nuestra casa”. Ellos eran los indígenas que venden artesanías o productos del campo. Los más pobres de los pobres. Hay todavía un nivel más bajo: los pordioseros. Una moneda por el amor de Dios, es su humilde petición.

Una mañana de sábado, sentí un impulso y cuando una familia tocó la puerta de la casa para pedir un pan, mi niño y yo los invitamos a desayunar. Ellos atravesaron la sala y el comedor con un miedo ancestral dibujado en el rostro. Ahora pienso que yo sentiría el mismo terror si de repente me viera en una situación inédita, en un país lejano, entre gente desconocida que en apariencia me recibiera bien, en una construcción que encendiera luces rojas en la parte primitiva de mi mente, en el cerebro límbico.

Llegamos a la cocina, senté a la mujer y sus hijos a la mesa, les preparé huevos con jamón, tosté panes y calenté tortillas. Sonreí todo el tiempo, les hice un par de preguntas con amable respeto: “¿De dónde son? ¿Quieren una rebanada de piña?”

Subí a las habitaciones por prendas de ropa para los niños invitados. Fueron tres minutos. Cuando regresé, la señora había empacado toda la comida en bolsas de plástico transparente. Estaban de pie, en la puerta de la casa. Recibieron los regalos y se fueron, aliviados.

Comprendí que no es posible forzar las relaciones humanas. Estamos vivos y hemos sobrevivido como especie gracias a las estructuras sociales que nos dividen en grupos que se han organizado para defenderse de las fieras, han construido aldeas, pueblos, ciudades. Formamos gremios, compartimos un lenguaje, inventamos ritos, seguimos a nuestros líderes, votamos por ellos, acatamos órdenes aunque nos parezcan injustas y nos rebelemos.

Isabel Allende cuenta que su padre desapareció de la vida de su familia aunque se quedó a vivir en Santiago. Un día, se esfumó y nadie supo de él por décadas. Quizá habitara en calles cercanas, pero dejó de frecuentar a sus amigos de siempre.

En el libro Paula, dedicado a su hija, explica así la situación: “En esos tiempos, Chile era una tarta de milhojas —y en cierta medida todavía lo es—, había más castas que en la India y existía un epíteto peyorativo para colocar a cada cual en su sitio: rojo, pije, arribista, siútico y muchos más hasta alcanzar la plataforma cómoda de gente como uno”.

Héctor Aguilar Camín escribió una desgarrada narración íntima que tituló Adiós a los padres. En esas páginas, el autor describe la vida de su familia sin su padre, quien salió de casa mientras sus hijos estaban en la escuela y su esposa guisaba en la cocina, de espaldas a él. Ella cantaba, él salió dando un portazo. Ella supo que no volvería a verlo y sintió alivio. “México es un país de padres ausentes”, declara Aguilar Camín, mientras habla de Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo.

Estos testimonios de vida nos dejan asomar a otras realidades. Uno cree que el tejido social que le da identidad, fortaleza y sentido, es firme y no tiene grietas, como si fuera una habitación bien construida. Sin embargo, hay fisuras en el suelo, el techo y las paredes. La literatura es un rayo de sol que las traspasa, y si asomamos a la ventana de esas páginas, veremos otras capas del pastel de hojaldre en que vivimos.

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