Cada día despertamos con noticias de crímenes contra mujeres y niñas perpetrados con una violencia que sacude, que lastima e indigna... Uno tras otro hasta sumar miles (en los últimos cinco años han sido asesinadas 356 menores, una niña cada cinco días). Solo en los días recientes, se cuenta la ejecución de Abril Pérez Sagaón de un disparo en la cabeza mientras se trasladaba al aeropuerto de la Ciudad de México; su muerte fue antecedida por una historia de ultrajes del monstruo en que se convirtió su propio marido, Juan Carlos García. Pero están, asimismo, los casos de Ingrid Escamilla, una joven asesinada y descuartizada por su pareja, Eric Francisco Robledo Rosas, y Fátima, una niña de siete años torturada hasta la muerte, cuyo cuerpo fue arrojado a la calle en una bolsa de basura... Y antes, recuerdo el caso de Marisela Escobedo y su búsqueda por dar con el asesino de su hija Rubí hasta encontrarlo y denunciarlo; una vez detenido, Sergio Rafael Barraza reconoció su crimen e, incluso, mostró el lugar donde enterró su cuerpo; recuerdo el vídeo que circuló en las redes sociales del día en que tres magistrados del Poder Judicial de Chihuahua decretaron la libertad del asesino, y el grito de dolor y rabia de Marisela ante esa resolución inaudita; y recuerdo su casa de campaña frente al palacio de gobierno exigiendo justicia y, finalmente, las imágenes de su ejecución a mitad de la calle un 16 de diciembre de 2010, justo frente al despacho del gobernador César Duarte.

Frente a esta emergencia nacional lo que prevalece es la sordidez de las autoridades a ras de suelo, una burocracia insensible ante las angustiosas denuncias de las víctimas, policías de investigación que simulan (solo se mueven cuando hay dinero). Y por encima de todo ello, la omisión de una política pública realista que ofrezca resultados pronto. No podemos esperar a que “haya bienestar material y bienestar del alma”, a que se “purifique” la vida pública y se concluya la Constitución moral, para detener esta violencia.

La delincuencia está desbordada y se muestra prepotente. Carreteras y vías férreas tomadas por el crimen; poblaciones enteras convertidas en rehenes de bandas criminales; extorsiones millonarias a sectores productivos, como el aguacatero o el avícola.

Las autodefensas auténticas expresan el reclamo desesperado de las comunidades a un Estado que está incumpliendo su responsabilidad primaria: garantizar la vida y el patrimonio de los habitantes de este país.

En muchas regiones, las bestias están a cargo y ante eso la respuesta desde el poder es una estrategia fallida, como las anteriores, y el servilismo de quienes tendrían los recursos para reclamar un golpe de timón, pero optan por la indignidad: callan y aplauden.

La sociedad observa con horror lo que está ocurriendo. Un país que se está pudriendo. La sociedad está triste, llena de miedo y encabronada, invadida por un sentimiento de dolor e impotencia.

Pero los asesinos son no solo los monstruos que cometen estos crímenes, son también los policías, los agentes del Ministerio Público, los jueces y los custodios en las cárceles que están confabulados con los criminales, los que los dejan ir, los que los sueltan, los que los protegen para que sigan delinquiendo desde los centros de reclusión... Son, también, los legisladores que creen que “endureciendo” las penas contendrán esta epidemia.

Estamos de luto. Somos una sociedad indignada porque ante una realidad que nos perturba tenemos autoridades extraviadas que no entienden los sentimientos de la nación. No, no es el neoliberalismo el responsable de estos crímenes, es un sistema sórdido de procuración y administración de justicia cuya traducción es la impunidad.

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