La elección que culminó con el triunfo aplastante de Andrés Manuel López Obrador representa sin duda uno de los cambios tectónicos más profundos del México moderno y augura un realineamiento político, partidista e ideológico en direcciones que son aún ignotas. Pone de relieve, más allá de la discusión que se dio acerca de temas torales para el futuro de nación y del propio Estado mexicano, que en los próximos meses y años se tendrá que transitar de las críticas que han unido a tantos hacia una visión afirmativa del país que pueda puentear las divisiones que nos han polarizado. Y es, ante todo, un momento preñado de oportunidad para repensar la República.

Con la gestación de un nuevo mapa nacional y el período de deliberación que se abre de aquí a diciembre en torno a lo que serán las políticas públicas y el rostro del próximo gobierno, habría que ponderar y revisar muchas de las propuestas, algunas menos afortunadas y sensatas que otras (prescindir, irresponsablemente, del Estado Mayor Presidencial es una de ellas), que se formularon a lo largo de la campaña. El México que hoy se yergue no puede confrontar el futuro con el pasado. Tabúes o la seducción de un pasado mitológico no deben impedir que reflexionemos sobre futuros posibles. Cara a la potencial reingeniería de las instituciones del Estado, una de las áreas que sí requiere de un diseño y andamiaje radicalmente nuevos es la seguridad nacional.

De entrada, no tiene sentido volver a recrear una Secretaría de Seguridad Pública, sobre todo si el objetivo declarado del gobierno que asumirá funciones en diciembre es recortar costos de la administración pública federal. La Secretaría de Gobernación debiera transformarse en una verdadera secretaría del interior, con todas la funciones de la dependencia eliminada con el arranque de este sexenio, dedicada a la seguridad interna y control territorial, con mando de la Policía Federal, el INAMI, el Servicio de Aduanas (enfocado más a la seguridad fronteriza que a la recaudación) y la contrainteligencia e inteligencia domésticas vía el Cisen (la externa debiera estar, si no en Cancillería, ciertamente vinculada a ella). Las labores de enlace político del Ejecutivo con los otros poderes de la Unión y con gobernadores, alcaldes, presidentes municipales y sociedad civil no deberían radicar en una secretaría de Estado; más bien tendrían que trasladarse a la Oficina de la Presidencia.

Pero la tarea capital —y a la vez quizá la más delicada— es la reconversión de las Secretarías de la Defensa Nacional y de Marina en una sola Secretaría de Defensa, encabezada por un civil. Hace ya tiempo que México se convirtió en uno de los poquísimos países en el mundo cuya secretaría o ministerio de defensa es conducida por militares y es la única nación del continente americano en tener unidades administrativas separadas, una para el Ejército y la Fuerza Aérea y otra para la Marina. Esta reconversión no negaría el papel central que juegan —y deben jugar— nuestras Fuerzas Armadas en el diseño de doctrina militar y la defensa del país. Por debajo del titular de la nueva dependencia habría un jefe del Ejército, uno de Marina y uno de la Fuerza Aérea, todos ellos castrenses. Y en la Oficina de la Presidencia despacharía un Jefe del Estado Mayor Conjunto, el principal asesor militar del titular del Ejecutivo, que rotaría cada dos años entre estas tres ramas de nuestras Fuerzas Armadas. Este esquema permitiría, primero, racionalizar recursos, evitar traslapes burocráticos y homogeneizar operativos y protocolos, eliminando algunas de las rivalidades persistentes. Segundo, blindaría a las Fuerzas Armadas; si el Presidente en turno se ve en la necesidad de remover al Secretario de Defensa, cambia a un civil, y no a un militar. Y tercero, ayudaría a insertar plenamente a México en el siglo XXI, abonando por ejemplo a la decisión —acertada y que debía de haberse dado mucho antes— de participación mexicana en operaciones de mantenimiento de paz de la ONU.

Este cambio no estaría exento de problemas y nudos gordianos, y es patente que el progreso no siempre se mueve en línea recta. Pero con el cambio que se avecina en el país, no basta con ajustar políticas públicas deficientes o rodearse de un equipo de trabajo virtuoso; también hay que revisar estructuras y paradigmas. ¿Cuándo ha habido una mejor oportunidad para que México lo haga en este rubro?

Consultor internacional

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