A diario en México, España, Argentina o en cualquier otro país del mundo, se suceden y conocen casos indignantes de violencia contra alguna mujer.

Ya sea que hablemos de acoso, maltrato físico o emocional, tortura, violación, trata de personas o, en la cúspide de lo atroz, el feminicidio, millones de mujeres alrededor del orbe viven cotidianamente siendo víctimas de violencia.

Y, sin importar la geografía o los distintos rasgos culturales, prácticamente todos los casos de violencia contra las mujeres se originan en patrones patriarcales que, pese a los esfuerzos de Estados e instituciones, persisten en la mayoría de las sociedades contemporáneas.

Como afirma en estas mismas páginas la doctora en Derecho Leticia Bonifaz, “el problema está en que sigue habiendo personas que consideran a la mujer un objeto susceptible de apropiación, de pertenencia, del que pueden disponer, al que pueden tocar, afectar, ocupar, dañar, menoscabar, abusar, vejar. Hasta parecería que existiera el ‘derecho’ a someter, subyugar, controlar, y sustituir su voluntad”.

Evidentemente, tal derecho no existe. Lo que sí existe, desafortunadamente, es esta concepción errada de superioridad del sexo masculino, transmitida desde el hogar, pero alimentada y perpetuada en el ámbito social por múltiples dinámicas machistas que o se ignoran o se pasan por alto deliberadamente.

Hablar de esta noción de no igualdad entre sexos tendría que ser algo de un oscuro pasado, sólo para no olvidar lo dañino que puede llegar a ser dicha creencia y para evitar que se reproduzca. Pero no, por desgracia hablamos, en pleno siglo XXI, de un fenómeno vergonzosamente actual, pese a leyes, tratados y convenciones.

En la Convención Belem do Pará, de 1994, por ejemplo, se estableció que las mujeres tienen el derecho a que se respete su vida y su integridad física, síquica y social, el derecho a ser valoradas y a no ser educadas sobre prácticas sociales y culturales basadas en conceptos de inferioridad y subordinación.

Ante la gravedad de este fenómeno, como bien apunta Bonifaz, la apuesta mayor para erradicarlo debe hacerse al cambio de patrones sociales a través de la educación, formal e informal, desde la niñez y adolescencia. Con ello se podría dar un cambio generacional paulatino en los modelos sociales y modos de pensar. La otra apuesta, naturalmente, está en la ley y el Derecho, y su poder sancionador.

Es urgente, sobre todo, evitar normalizar conductas violentas y hacer conscientes a las mujeres de su vulnerabilidad y sus derechos, iniciando así su progresivo empoderamiento.

Lograr vivir en un mundo igualitario es una tarea en la que todos debemos participar, conocer la magnitud del problema es sólo el primer paso. Miles de vidas hay en juego.

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