Cabría hablar de hombricidio o varonicidio si hubiese indicios de que una víctima fue asesinada por tener pene, testículos o cualquier otra evidencia física o identitaria de su masculinidad.

Es verdad que en México son asesinados muchos más hombres que mujeres, pero es un número escandalosamente superior el de las mujeres que pierden la vida porque nacieron con vagina, senos y poseían otras características ligadas a la noción de feminidad.

El homicidio implica arrebatarle la vida a otra persona y pueden sumarse a la definición agravantes tales como la premeditación, la ventaja o el vínculo filial. Sin embargo, cuando el asesinato incluye el deseo deliberado por exterminar a partir de motivos relacionados con la sexualidad, no estamos frente a un delito agravado sino ante un crimen que merece ser definido de manera distinta.

A este respecto el orden de los factores es fundamental: antes de ocurrir el asesinato se expresan de algún modo los motivos del odio sexualizado, la pulsión de exterminio, el instinto por mutilar, el deseo imperioso para causar un daño fatal; luego vendrá la muerte como terrible corolario.

Tendrían razón quienes proponen incluir en la ley el delito de hombricidio si, en los asesinatos cometidos contra varones, hubiera constancia de que el perpetrador (o la perpetradora) habrían tenido como propósito atentar contra la identidad masculina de la víctima.

Habría de existir evidencia de emasculación, cercenamiento del pene o cualquier otro elemento que confirmara odio o rapiña contra la masculinidad de la víctima, junto con el asesinato.

En este punto preciso es donde se afina el debate: desde finales del siglo pasado surgió en México una epidemia de asesinatos de mujeres cuya circunstancia evidencia la pérdida de vidas principalmente por razones de odio sexual, obvias entre sus perpetradores.

La abrumadora tragedia que han significado Las Muertas de Juárez debió haber bastado para reconocer la distancia sideral que esos delitos guardan con el homicidio.

Porque tal horror debe llamarse de otro modo y, sobre todo, ser reconocido por la ley en toda su especificidad —así como en su ocurrencia sistemática y creciente— es que el feminicidio es un tipo penal que ingresó a nuestra legislación.

En términos de Rita Segato, la noción de feminicidio —cuando se incluye en el código legal e institucionalizado de prohibiciones— obliga a nombrar aquello que ni la sociedad, ni el derecho, tampoco el Estado, se atreven a nombrar.

“La ley no solo describe, sino también prescribe,” advierte Segato, la más brillante antropóloga del nuevo feminismo. Prescribe lo que merece conjurarse por la comunidad, que no solo incluye a las mujeres sino también a los varones, muy en concreto a aquellos que ostentan injusta pero mayoritariamente los espacios de poder.

Nombrar con la ley y la política permite imponer un límite al asesino que odia lo femenino, pero también al Estado que —por acción o por omisión— mantiene impune la epidemia infinita de feminicidios.

ZOOM: Por todos los medios se ha conminado al poder, al presidente de la República, para que con su voz y su acción prioritaria describa y también prescriba políticamente los feminicidios. Andrés Manuel López Obrador, sin embargo, no ha sido eficaz con sus palabras, tampoco con sus actos, para coincidir con el reclamo. De ahí un desencuentro que se asoma muy desafortunado para todas las partes.

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