La mañana del pasado jueves 17 de octubre, el presidente Andrés Manuel López Obrador declaró que ese día sería un día histórico. Lo decía por el inicio de la construcción del aeropuerto General Felipe Ángeles. El presidente no se equivocó. El día sí sería histórico, pero por una causa muy distinta: fue el día en el que el Estado perdió el monopolio de la fuerza en Culiacán, Sinaloa.

Los hechos se conocen ampliamente: se detuvo y después se dejó en libertad a Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín El Chapo Guzmán. En medio, se vivió uno de los episodios más humillantes de la historia de nuestros país: un grupo de delincuentes doblegaron al Estado mexicano, siendo ellos, y no el Estado, quienes usaron la fuerza para imponer su voluntad.

De acuerdo a la teoría clásica, el monopolio de la fuerza –el cual detenta el Estado– se funda en dos premisas: primera, que el Estado despoje a los individuos o grupos del uso de la fuerza, y, segunda, que el Estado utilice la fuerza, de forma legítima y dentro del marco jurídico, para imponerse sobre la voluntad de los individuos que buscan utilizar, ellos mismo, la fuerza.

En lo sucedido en Culiacán no se cumplieron ninguna de las dos premisas: el Estado no logró despojar del uso de la fuerza a un grupo de delincuentes, ni logró imponerse, de forma legítima y legal, sobre la voluntad violenta de unos individuos sublevados que actuaron en contra del pacto que da orden a la vida de nuestra Nación. Por lo tanto, en Culiacán, el gobierno mexicano no tuvo el monopolio de la fuerza, principio esencial de cualquier sociedad política que quiera sentar las bases de una convivencia pacífica.

Esto no es algo menor. Al contrario, perder el monopolio de la fuerza es perder, en estricto sentido, el carácter de Estado. De acuerdo a Norberto Bobbio, “el Estado, por su propia índole, cualquiera que sea su régimen, es la organización de la fuerza monopolizada”. Es decir, Estado es igual a fuerza monopolizada. Lo que implica que perder el monopolio de la fuerza es el inicio de todo Estado fallido, del Estado que es incapaz de cumplir y hacer cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan.

Después de mentirle en reiteradas ocasiones a la población, con más de seis versionas distintas de los hechos –algunas tan inverosímiles como que la detención de Guzmán López fue fruto del azar–, el gabinete de seguridad reconoció, por medio del secretario de Defensa, que el operativo para detener al hijo de El Chapo “fue precipitado y estuvo mal planeado”, y, por eso, las fuerzas de seguridad tuvieron que dejar en libertad a Guzmán López.

Confiando en que los hechos ocurrieron de esta manera y que el repliegue de las fuerzas del orden fue para salvaguardar la vida de militares y policías, no se puede dejar de preguntar: ¿esto, en la práctica, no es perder el monopolio de la fuerza? Un Estado para ser Estado forzosamente debe tener la capacidad de detener a un delincuente y que este delincuente pague la deuda que tiene con la sociedad. Un Estado para ser Estado forzosamente debe planear y ejecutar cualquier operativo de seguridad de tal forma que sea su voluntad, y no la de los delincuentes, la que se cumpla.

El presidente dice que se tomó la decisión correcta. Pero, la decisión correcta no hubiera sido realizar el operativo como se debe, con respaldo táctico y logístico, a una hora en que no se pusiera en riesgo a la población, con toda la fuerza del Estado y logrando el objetivo buscado.

Al final, la decisión que se tomó, después de una serie de muy malas decisiones, dejó claro que en ese momento, en esa ciudad, el que tenía el poder no era el Estado, el que tenía el monopolio de la fuerza no era el Estado. Así de simple y así de grave.

El jueves 17 de octubre fue un día histórico: los mexicanos observamos con impotencia que nuestro Estado puede ser doblegado, que la voluntad violenta de los delincuentes puede imponerse por medio del terror. Si el Estado no tiene el monopolio de la fuerza, ¿quién lo tiene?

Diputado federal por Querétaro

Google News