El siglo XIX fue uno de revoluciones que cambiaron para siempre la forma en la que vivimos en todas las partes del planeta. Se institucionalizó el término ciencia, se gestó la primera Revolución Industrial y comenzaron las constantes luchas entre los burgueses y la clase trabajadora, la cual por primera vez era explotada en grandes fábricas, lejos de los talleres artesanales en los que había crecido.

Dentro de todo ese mar de cambios, uno en particular fue decisivo para el sistema educativo, como hoy lo entendemos: la separación definitiva entre Iglesia y Estado, expresada en nuestra nación a través de las Leyes de Reforma, pero vivida en todo el mundo como resultado de los postulados de la Revolución Francesa.

Este caos, ocasionado por los tremendos cambios de paradigma, llevó al gran filósofo Friedrich Nietzsche a declarar: “Dios ha muerto y nosotros lo matamos”. En realidad, hablaba de la terminación de la fe provocada por estos movimientos sociales. Por cierto, el pensador no veía esto con buenos ojos, como comúnmente se piensa, sino que encontraba que la religión era un excelente vehículo para la subsanación del dolor que aqueja a las personas.

Además de eso, él y otros académicos del tiempo reconocieron que las iglesias tenían numerosas funciones sociales, además de la impartición de doctrina, tales como: fungir como centro comunitario y punto de encuentro entre los miembros de la sociedad, ser un refugio donde las personas podían acudir a encontrar sabiduría, significado y, sobre todo, un espacio donde podían plantearse algunas de las grandes preguntas de la vida. ¿A dónde irían ahora para satisfacer estas necesidades?

Encontraron una solución ingeniosa: la cultura debía reemplazar a la escritura (término con el que se referían a la Biblia y todo lo que emanara de ella). Y, por lo tanto, los centros de cultura, es decir, las universidades se convirtieron en el espacio idóneo para hacer todas las funciones que antes tenían las iglesias.

El padre de la parroquia se cambió por el profesor universitario y los textos bíblicos por Los diálogos de Platón, las obras de Shakespeare y de Cervantes. En una sociedad secularizada, la cultura reemplaza a la fe religiosa.

Aquí en Querétaro, tenemos el ejemplo perfecto de esta sucesión entre ideas (llegada un poco tardía) y de sus consecuencias en la sociedad. Esto lo encontramos en la toma del “patio barroco”, hecha durante la gestión del doctor Hugo Gutiérrez al frente de nuestra alma máter.

En 1958 nace la autonomía de nuestra universidad y el antiguo Colegio Jesuita se convierte en el emblemático edifico Octavio S. Mondragón de nuestra universidad. No sin antes pasar por un duro proceso que contrapunteó a la sociedad (manipulada por las autoridades religiosas) con la universidad, lo que llevó a una toma violenta del edificio, que mucha falta hacía para continuar el crecimiento cultural en Querétaro.

Es curioso que ahora ahí se alberguen las facultades eminentemente humanísticas, como la de Filosofía.

De hecho, podemos ver que toda la UAQ se debe a los cambios producidos en el siglo XIX: la secularización la crea, la Revolución Industrial dicta sus formas y contenidos, y la lucha de clases le da propósito a la universidad pública, laica y gratuita.

La pregunta es: ¿con qué partes del sueño ha cumplido? ¿Se enfoca exclusivamente a ensañar a los alumnos formas de “ganar dinero” o también nos enseña a ser mejores versiones de nosotros mismos?

Estudiante de la Facultadde Contaduría de la UAQ.

@lui_uni

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