Hace dos semanas, Donald Trump declinó participar en el segundo debate presidencial con Joe Biden después de que la comisión independiente encargada de su organización dispusiera que el encuentro se realizara de manera virtual dado el reciente contagio de Trump. Como estrategia política, la decisión es incomprensible. Trump enfrenta una desventaja histórica en las encuestas y tiene que aprovechar cualquier posible punto de inflexión para acercarse a Biden. Desperdiciar un debate, aunque fuera a través de una pantalla, para tratar de erosionar los márgenes de su rival en los sondeos es exactamente lo opuesto a lo que Trump necesita.

Ahora bien, desde un punto de vista puramente psicológico, la decisión de Trump tiene sentido. Al presidente de Estados Unidos le gusta el pugilismo. Desde siempre, incluso desde su época como desarrollador inmobiliario, Trump se nutre de antagonismo, a veces incluso de hostilidad. Así sucedió en los años 80 con su confrontación con Ed Koch, el alcalde demócrata de Nueva York, al que Trump humillaba a la menor provocación y sin necesidad. Lo mismo ocurre en su vida política.

Trump ha dicho varias veces que recuerda con particular gusto los debates contra una docena de precandidatos republicanos, a los que maltrató verbalmente durante meses. El mismo patrón sucedió con Hillary Clinton, a quien Trump convirtió en una enemiga casi personal, a pesar de que por años se habían conocido en las esferas sociales de Nueva York. En suma, a Trump le gusta el cuadrilátero, el combate cuerpo a cuerpo. Es, en términos pugilísticos, un fajador puro. Y un debate por Zoom no le acomoda a un fajador.

Además de su perfil psicológico, el berrinche de Trump al cancelar su presencia en el debate revela, en el fondo, uno de los grandes problemas que ha enfrentado en la campaña del 2020: se ha quedado sin rival. Entre la peculiar dinámica de la campaña, que se ha visto reducida a eventos virtuales y algunos, contados, mítines de mayor escala, y la estrategia del candidato demócrata, Trump se ha quedado con las ganas de intercambiar golpes con Biden. Cuando se escriba la historia de esta peculiar elección, seguramente nos enteraremos quién convenció a Biden de resistir la confrontación y evitar un blanco fácil a Trump. Quizá fue el propio Biden, ayudado por las circunstancias peculiares de la política en tiempos de coronavirus. Lo cierto es que, a excepción de un par de momentos en el primer debate, Biden simplemente no ha querido subirse al ring con Trump. ¿El resultado? Trump se ha quedado solo, tirando golpes al aire.

No solo se trata de la disciplina de Biden al no morder el anzuelo de la provocación. Biden también ha resultado un rival difícil y elusivo porque, contra lo que Trump anhelaba, simplemente no se trata de un hombre fácil de descalificar. Para nadie es un secreto que el rival que Donald Trump prefería era Bernie Sanders, el senador de Vermont, demócrata socialista al que, al contrario de Biden, habría sido relativamente sencillo caricaturizar, sobre todo en un estado como Florida, donde los republicanos han lanzado desde hace tiempo una campaña equiparando a los demócratas con el régimen de Fidel Castro. Frente a Sanders, Trump seguramente hubiera tratado de convencer a los votantes moderados de cuidarse de la supuesta agenda radical del ala progresista del partido demócrata, eso “comunistas”. Esa era la pelea que Trump realmente quería y, quizá, necesitaba. En cambio, Trump ha tenido enfrente a Joe Biden, cuyo historial como senador y luego como vicepresidente es moderado y, en algunos temas, incluso conservador para los demócratas (lo mismo, aunque un poco en menor medida, se puede decir de Kamala Harris, la candidata vicepresidencial). También desde el punto de vista ideológico, el fajador Trump se ha quedado solo sobre el ring.

La lección es interesante. En la era de la discordia, el político de talante abrasivo necesita un antagonista a modo para imponer su narrativa, alguien que se suba al ring dispuesto a intercambiar golpes. En Estados Unidos, Joe Biden no solo se negó a entrar al juego de Trump. Parece, en el fondo, estar jugando un juego distinto, en donde lo que importa es la decencia y no la polarización. Si las encuestas tienen razón, la estrategia le servirá para sacar de la Casa Blanca a Donald Trump. Estamos a dos semanas de averiguarlo.

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