Todo inicia con la mirada: cuando tus ojos se encuentran con otros, sea en medio de una multitud o en una calle desierta, y sin palabras se reconocen como seres similares. Tu cuerpo —edad, corpulencia, movimientos— proyecta lo que eres, junto con otras señales visibles. Lo invisible viene después: se comenta, se discute, se defiende. Es el comienzo de una relación, amistad, amor, pareja, familia, y de ahí se desprende todo lo demás: placeres, dolores, compromisos, causas que se comparten. Creencias, mitos y ritos. Una casa para vivir, hijos para amar o asuntos para trabajar.

Somos más transparentes de lo que creemos. Las personas a nuestro alrededor pueden leer las facetas que nos definen. Si vamos al parque, la iglesia o el partido político, damos a conocer lo que nos importa. Toda elección implica hacer a un lado ciertas posibilidades para asumir los riesgos que lo elegido trae consigo. Luego, buscamos a compañeros de causa, para celebrar juntos las victorias y llorar las pérdidas.

Pablo Neruda, en su poema XXVII, incluido en los Cien sonetos de amor,  rinde un homenaje en verso a una joven mujer, a una chica que bien puede representar a una generación cuya transparencia se vuelve una característica:

“Desnuda eres tan simple como una de tus manos, / lisa, terrestre, mínima, redonda, transparente, / tienes líneas de luna, caminos de manzana, / desnuda eres delgada como el trigo desnudo. / Desnuda eres azul como la noche en Cuba, / tienes enredaderas y estrellas en el pelo, / desnuda eres enorme y amarilla / como el verano en una iglesia de oro”.

Hay gente transparente como la fresca agua del deshielo. Hombres que se presentan ante los demás con una verdad diáfana en los labios, que se demuestra en sus obras y sustenta sus pensamientos. La congruencia es un cristal líquido que nos permite ver en otros la fecundidad de sus actos, porque donde van parecieran que se humedece la tierra, germinan las semillas y brotan los pastos.

Las madres tienden a la transparencia. Cuando nos miran, su mirada penetra hasta el alma, encuentra las dolencias escondidas y las saca a la superficie. Luego, sin palabras, acomodan nuestra cabeza en su hombro y van limando las asperezas que brotaron en nuestra lucha frontal contra la vida. Después de su abrazo, la piel queda pulida y brillante, lista para enfrentar otra batalla.

Hay quienes esconden su transparencia, pero un halo corona su frente, como los personajes divinos en las pinturas del Renacimiento. Al irse, dejan en el aire el relente que deja la lluvia en noches serenas.

Otros mantienen su superficie en calma, pero al estallar en ira remueven su fondo, contaminan el ambiente y todo se llena de lodo.

La naturaleza es dueña de una claridad deslumbrante. La callada quietud de los bosques puede darnos lecciones de vida. En el poema “El pájaro”, Octavio Paz describe: “En el silencio transparente / el día reposaba: / la transparencia del espacio / era la transparencia del silencio. / La inmóvil luz del cielo sosegaba / el crecimiento de las yerbas. [...] Y un pájaro cantó, / delgada flecha. / Pecho de plata herido vibró el cielo, / se movieron las hojas, / las yerbas despertaron... / Y sentí que la muerte era una flecha / que no se sabe quién dispara / y en un abrir los ojos nos morimos”.

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