¿Es la universidad de su elección capaz de formar integralmente a las personas o sólo optó por ella por el “prestigio” y la tradición? ¿O no tuvo la oportunidad de elegirla? ¿Por qué ya no es suficiente ostentar un título universitario para tener un buen desempeño laboral? Usted podrá responder a esta última pregunta y reflexionar sobre la primera si revisa el informe intitulado ¿Enseña la educación superior a pensar críticamente a los estudiantes?, el cual fue publicado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE, 2022) y editado por Dirk Van Damme y Doris Zahner.

El documento es muy valioso y probablemente, va a ser una referencia en las próximas discusiones sobre evaluación, cambio curricular, calidad y la función de la universidad en los nuevos entornos económicos. Está dividido en tres grandes apartados que incluyen 17 capítulos en donde se explica por qué requerimos una manera distinta de medir lo que hacen las universidades en términos de aprendizaje y de competencias “genéricas”. Además, se presenta cómo construir esta medida, qué resultados se obtuvieron en los países incluidos en este proyecto (EUA, Italia, Inglaterra, Chile, Finlandia, y México con el caso de la Universidad de Guadalajara), qué comparaciones son válidas y qué conclusiones se obtuvieron, las cuales son sumamente interesantes.

Una de las cosas más destacadas del reporte es que constata que la enseñanza universitaria no es insustancial. Dentro de nuestros países y universidades es posible que durante el tiempo que se cursa un programa universitario, el estudiante pueda mejorar su capacidad crítica (critical thinking skills). Claro, el estudio de la OCDE no dice cómo, pero sí muestra que hay variaciones en los resultados de aprendizaje de acuerdo con la estrategia pedagógica utilizada.

Contrario a lo que comúnmente se cree de hacer “prácticas” o activas las clases, pareciera que el pensamiento crítico florece en ambientes instruccionales que demandan involucrarse de manera profunda en seminarios, clases y trabajo de laboratorio.

Como vemos, la OCDE está poniendo ya un pie en el tema pedagógico y esto es sano. De hecho, aunque el reporte sigue centrándose en la dimensión de logro obtenido (no del proceso) y prevalece una visión economicista (¿debería ser distinto?), su enfoque posibilita emprender mejores discusiones y renovar la crítica. En lo particular, celebro que los editores de este informe señalen que los títulos universitarios no necesariamente reflejan las habilidades cognoscitivas que poseemos las personas. La credencialización es una cosa y el desarrollo intelectual otro. La pregunta es, a mi ver, a qué le da más peso una sociedad como la mexicana: “dígame licenciado”.

Otro rasgo positivo es que ya se reconoce, como varios investigadores lo habían señalado hace décadas, que las tasas de empleo y el nivel de ingreso de los egresados universitarios son “medidas indirectas” del valor de la educación superior. Por ello, no pueden tomarse como un indicador satisfactorio de la calidad universitaria en virtud de la fragmentación que existe en el mercado laboral.

Para dar entonces cuenta del valioso trabajo de las universidades se requieren construir referentes más amplios. Este informe así lo propone, por lo que habrá que iniciar su amplia discusión. En la próxima entrega (26 de diciembre) voy a comentar el capítulo referido a México escrito por Patricia Rosa, Rubén Sánchez y Carlos Iván Moreno, a quien agradezco que me haya hecho llegar el documento de la OCDE.  Felices fiestas decembrinas.

Investigador de la UAQ

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