Asistimos a una época en la que todo lo que salta a la vista es la crueldad. El telón de fondo lo configura un escenario de polarización política y social protagonizado por quienes se consideran herederos de la doctrina económica de la democracia. Y, los que abanderan posturas progresistas que confrontan los límites de este modelo democrático por considerar que deja fuera de su programa de modernización y crecimiento económico, la solución a problemas esenciales como la desigualdad social y sustentabilidad de los modos de vida.

La crueldad no debe confundirse con la violencia. Esta última es irracional y resultado de la improvisación y del arrebato, cosifica y destruye, pero está desprovista de significado. En cambio, la crueldad es racional y planificada hasta sus últimas consecuencias. En este terreno el horror está perfectamente “justificado” y calculado. Aunque ambas son abominables, distinguirlas permite identificar sus modos de operación.

El procedimiento de la crueldad se caracteriza por definir un orden que expulsa todo lo que considera caótico o anómalo a partir de clasificaciones que determinan cómo debe ser tratado un ser humano, si su vida puede ser vivida y su muerte llorada. En este sentido, la crueldad inicia con la “ordenación” del lenguaje mediante el que se expresa una manera de pensar, de normalizar, de vivir y de ser. Por tanto, la crueldad no refiere a un mero acto de violencia o de destrucción, sino a una forma de ordenar y clasificar la vida.

Hasta aquí, parecería que nada de esto tiene relación con las prácticas de polarización que se viven en México. Sin embargo, no es así. La población está cada vez más confrontada y cada “bando” utiliza el mismo modo de operación para poner en marcha el procedimiento de la crueldad: establecer un principio absoluto e indudable que permita de manera clara y distinta definir quién puede y debe ser respetado y reconocido y quién no.

En este marco, el lenguaje clasista y racista normaliza no tener ningún miramiento con quienes históricamente han padecido la desigualdad y la injusticia, convirtiéndolos en objeto de discriminación y desprecio.

En los tiempos que corren, esta práctica deleznable desplazó su crueldad hacia lo que el filósofo Bolívar Echeverría definió como “blanquitud”. No se trata ya de un atributo racial en sí mismo, sino una forma de ser, de comportarse, de una identidad cultural, o un “ethos” identificado con el capitalismo, donde lo que emerge es una identidad centrada en el individualismo y comportamientos racionales que favorecen la búsqueda personal del ascenso social y prestigio a costa de lo que sea.

La polarización política y social ancla su lenguaje a esta modalidad de la “blanquitud”, vinculada al privilegio y a la defensa de un colonialismo dirigido a controlar a las masas que siempre suponen una amenaza para las élites. De este modo, se normaliza la regla de que “solo debemos sentir compasión de los seres que son como nosotros”.

Denigrar a las personas en su dignidad permite a las “buenas conciencias” justificar la crueldad infligida a quienes impiden el logro de sus propósitos.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

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