Me agradan las historias con finales a modo, lejos del “felices por siempre”, pero cercanas a la oportunidad de continuar la vida con esperanza y posibilidades, de ver hacia adelante una y otra vez, consientes de que nada es para siempre, ni el bien y la dicha, ni el mal y la adversidad. No obstante, la vida y muchas de las historias de la gente están sujetas a imprevistos, como si estos fueran la sal y pimienta para darle su sabor particular.

Se dice que Dios perdona siempre, el hombre a veces, pero el tiempo y la naturaleza nunca. Así que, cualquiera que la historia de la gente sea, tendrá un final en el que el tiempo se encargará de bajar el telón.

Resulta muy difícil para muchos entender su tiempo y el efecto que éste tiene sobre el transcurso de su vida. Hay   temor a crecer,  a caminar conforme la vida nos abre los senderos, aunque muchos de ellos los tracemos nosotros mismos; a veces asumimos correr y acelerar los acontecimientos, otras deseamos que el tiempo ya no transcurra y hay momentos en los que simplemente lo vemos irse entre las manos.

Es cierto, hay ocasiones en nuestras historias en las que  basta un instante o una decisión para alterar el rumbo que creemos llevar, entonces intentamos y nos esforzamos por acomodarnos a las nuevas circunstancias. Una y otra vez en un andar permanente, como el de este hombre de la imagen que tomé hace ya muchos años en el jardín botánico y que sin ver su cara, su complexión, su vestimenta, su calzado y en especial sus manos, nos narran su historia de esfuerzo, caminando al costado de un muro de vida plena y también de espinas. Su paso tranquilo, ya sin mayor prisa pero con el afán de seguir adelante, muy distinto al paso acelerado que hoy caracteriza a este Querétaro nuevo que deseamos conservar.

@GerardoProal

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