Somos granos de arena fina y el destino nos coloca en el receptáculo superior de un reloj de vidrio. Ahí vivimos en íntima cercanía con otros, cuyas acciones nos arropan o nos dañan. Uno a uno, nuestros contemporáneos se deslizan por el cuello que une a las dos copas. Cuando ellos caen al espacio inferior, nos duele su pérdida. Al perder su compañía, valoramos sus actos y nos apropiamos de sus palabras.

Con trozos de vidas ajenas formamos la nuestra, con sus colores pintamos el lienzo de la propia existencia. Es decir que las ideas publicadas, las frases dichas por otros, los inventos de seres inteligentes nos harán vivir mejor; las películas imaginadas en la mente de un guionista y luego actuadas frente a la cámara más tarde se proyectarán en la pantalla de nuestra casa. El pensamiento ajeno nos hará pensar, el sentido del humor de los narradores provocará emociones parecidas a las que vivimos en la realidad: aunque estemos a solas, convivimos con el autor, con él reímos a carcajadas que surgen en un rincón del cerebro y resuenan en todo el cuerpo.

Los estudiosos del tiempo hablan de dos tipos de personas: los cronos y los kairos. Los cronos conocen el valor de cada segundo. Miden las horas, tienen un reloj interno y son puntuales. Tienen los días del presente y el pasado fijos en la mente, estructuran la memoria de sus actos con la precisión de un cronista. Saben lo que ocurrió en años pasados en esta misma fecha.

Los kairos aprecian más el tiempo subjetivo. Tienen una rica vida interior, tienden a la contemplación y gozan una pieza musical sin agobiarse por la prisa. Cierran los ojos e imaginan. Toman té o vino a sorbos suaves, lentos y acompasados. Recuerdan lo que sintieron hace muchos años, aunque hayan perdido la fecha de esos recuerdos.

En un soneto perfecto, Jorge Luis Borges compara la vida con una jugada de ajedrez: “Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada / reina, torre directa y peón ladino / sobre lo negro y blanco del camino / buscan y libran su batalla armada. // No saben que la mano señalada / del jugador gobierna su destino, / no saben que un rigor adamantino / sujeta su albedrío y su jornada. // También el jugador es prisionero / (la sentencia es de Omar) /  de otro tablero / de negras noches y de blancos días. // Dios mueve al jugador, y éste, la pieza. / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”

Se dice que, cuando era estudiante en la Escuela Nacional Preparatoria, Renato Leduc aceptó participar en una apuesta con sus amigos, todos poetas adolescentes, que consistía en escribir un soneto con la palabra tiempo, palabra que hace muy difícil la rima. El poema se titula: “Aquí se habla del tiempo perdido que, como dice el dicho, los santos lo lloran”. Millones han cantado esta soberbia pieza, que tiene música en cada verso:

“Sabia virtud de conocer el tiempo / a tiempo amar y desatarse a tiempo / como dice el refrán: dar tiempo al tiempo / que de amor y dolor alivia el tiempo. // Aquel amor a quien amé a destiempo / martirizome tanto y tanto tiempo / que no sentí jamás correr el tiempo / tan acremente como en ese tiempo. // Amar queriendo como en otro tiempo / —ignoraba yo aún que el tiempo es oro— / cuánto tiempo perdí —ay— cuánto tiempo. // Y hoy que de amores ya no tengo tiempo, / amor de aquellos tiempos, cómo añoro / la dicha inicua de perder el tiempo...”

Leduc, siendo muy joven, para escribir el soneto pensó en sí mismo como un viejo. Tuvo la suerte de vivir muchos años y de contribuir a la cultura de varias maneras. Ambra Polidori, artista de origen italiano, afirma: “Por fortuna, al evadirse y burlarse del destino, hay hombres con la capacidad de inventar, vivir y recrear su propia leyenda, para después superarla y escribirla. Renato Leduc López nació en Tlalpan, D.F. en 1897. Falleció 99 años después, en 1986”.

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