La absolución por jueces federales, en casos judiciales contra presidentes municipales, ex funcionarios de PGR, del Ejército y un ex gobernador acusados de delincuencia organizada, porque las pruebas descansaban en testigos protegidos que no fueron creíbles, provocó una dura crítica al sistema de justicia.

Con remuneraciones de hasta 50 mil pesos mensuales, estos testigos cuidados por policías participaron en los mismos delitos por los que acusaban.

La liberación sin explicación clara y oportuna expone un Estado débil que pareciera haber sido engañado por vivales que disfrutan de los dividendos de su paso por el crimen organizado y viven con recursos públicos. O tal vez es posible que fueran usados delincuentes de la más vil calaña para armar expedientes por intereses distintos a la aplicación de la ley. Peor sería que los testigos sí fueran veraces, pero graves deficiencias de los fiscales hizo que los jueces dudaran y prevaleciera la presunción de inocencia.

Salvaguardar la prueba necesaria contra la impunidad en situaciones de apuro social como es el crecimiento de la delincuencia organizada, justifica los testigos protegidos, figura jurídica de incipiente regulación en nuestro país.

Testigos o peritos que declaran contra delincuentes peligrosos deben ser protegidos por el Estado; como referente desde 1971, está el Programa Federal de Protección a Testigos de los Estados Unidos, del Servicio de Alguaciles que ha atendido a 8 mil 500 testigos y 9 mil 900 familiares sin daño a persona antes, durante o después de los juicios contra miembros de la mafia; más del 90% de los protegidos son delincuentes.

En 1994, un programa de testigos protegidos permitió que el Tribunal Penal Internacional de la ONU pudiera condenar a los genocidas en Rwanda, cuyos vínculos con el Estado les garantizaba impunidad. La Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, recomienda la protección “contra eventuales actos de represalia o intimidación a los testigos que participen en actuaciones penales y que presten testimonio”.

En México, desde el 5 de diciembre del 2012, la Ley Federal para la Protección a Personas que intervienen en el Procedimiento Penal, identifica como testigo protegido al individuo o familiar que pueda verse en situación de riesgo o peligro por intervenir directamente en juicios penales.

Esta ley también define los testigos colaboradores: ex miembros de la delincuencia organizada que voluntariamente dan testimonio o pruebas para investigar, procesar o sentenciar a otros integrantes de la organización delictiva.

Es decir, testigo protegido es un ciudadano que da testimonio voluntario pero, los colaboradores, negocian con el Estado; aportan su dicho a cambio de beneficios personales (desde disminución de penas, hasta impunidad).

Utilizarlos provoca las suspicacias derivadas de su interés personal. Por eso, es preciso revisar la actual legislación que sólo regula el órgano que administra el programa de protección, pero adolece de reglas que garanticen la licitud del testimonio y por consecuencia su validez.

Urgen medidas para proteger a los ciudadanos y respetar los derechos fundamentales de los acusados como: que la decisión de entrar o no al programa de protección corresponda al juez, no al órgano que acusa; que exista un procedimiento policial que corrobore los dichos; que la retractación cancele beneficios adquiridos; que no hay remuneración al testigo, pero sí un trabajo e incluso capacitación para el mismo, cuando es posible por cambio de residencia e identidad y, tal vez lo más importante, que sólo el juez decida la forma y medios (usualmente electrónicos que permiten contacto remoto, con reserva de identidad) por los cuales un testigo protegido será controvertido.

De lograrse, el Estado hará constar su eficacia y la honestidad de sus funcionarios.

Especialista en Seguridad, ex procurador General de Justicia de Querétaro

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