Evaristo Ribera, escritor de Puerto Rico, dejó un legado importante en poemas que describen su visión sobre su país: personajes, anécdotas y paisajes que significan conceptos. Su pieza “El jíbaro” dibuja a esos campesinos que trabajan día y noche:

“En su casa de campo, que es sencilla y pequeña, / veo al jíbaro nuestro. Triste es, como su casa. / Gris, cae sobre su frente, que es rugosa, la greña. / Su cuerpo es amarillo, de escasísima grasa. // Enfrente de la casa brilla un fuego de leña; / y, al calor de la brasa, plátano verde asa. / Mísero y dolorido, con lo más puro él sueña. / Él es una gran forma de la más pobre masa. // Amante del terruño, con el terruño muere. / A un bienestar sin honra, pobreza honrosa quiere. / Su hierro, que es templado, dice de su bravura”.

Muchos poetas han dedicado sus versos a la tierra.

“Tu barro suena a plata, y en tu puño / su sonora miseria es alcancía; / y por las madrugadas del terruño, / en calles como espejos se vacía / el santo olor de la panadería. // Cuando nacemos, nos regalas notas, / después, un paraíso de compotas, / y luego te regalas toda entera / suave Patria, alacena y pajarera”.

En pocos versos, Ramón López Velarde escribió hace un siglo este tratado profundo de la esencia de nuestra nación. Somos mexicanos y nuestra identidad es compleja. En este momento histórico, el tejido social se ve afectado por una tensión que estira sus bordes, lo somete a prueba y en algunas zonas lo deteriora hasta causarle daño.

Frente a la complejidad de nuestra realidad, ante los conflictos que separan a los hermanos, como respuesta a la provocación constante del discurso oficial, nos queda el terruño.

¿En qué estriba exactamente ser ciudadano de un país?

No solo es portar el pasaporte, sentir respeto por los símbolos nacionales, afición por los equipos deportivos que llevan su nombre, sino amor verdadero por sus bienes: bosques, volcanes, lagos, ríos, ciudades y pueblos.

En la época de López Velarde, el ferrocarril era el medio de transporte más eficiente, la última tecnología, la fuerza motriz que atravesaba las llanuras, subía las montañas y bajaba a las costas, uniendo al pueblo.

José Emilio Pacheco hablaba de los trenes que llevaban la literatura como carga preciosa, y se emocionaba al declarar que el proyecto cultural de Vasconcelos era elemento de unión de hermanos hispanos más allá de nuestras fronteras. Para la poesía nunca ha habido muros, oficinas de Migración, aduanas ni tarifas que pagar al cruzar de un país a otro.

Armando Leines, en su análisis de “El Maestro”, afirma que el título de la publicación está inspirado en: “...una metáfora vasconcelista de Dante en pos de Virgilio. Así son las páginas de la revista: un camino guiado por el Infierno. En ‘El Maestro’ aparecen por vez primera, el breve y significativo ensayo de López Velarde, ‘Novedad de la Patria’ y su fundamental poema ‘Suave Patria’.”

Como la vida es una espiral que nunca termina, la última casa donde vivió el poeta, en 1921, estaba ubicada en la calle de Jalisco, en la colonia Roma de la Ciudad de México. Hoy, esa calle se llama Álvaro Obregón, como el presidente que impulsó a Vasconcelos y la modesta residencia de López Velarde se ha convertido en centro cultural.

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