Cuando la lluvia caía nosotros no corríamos, decían que de aquellas barrancas subía el frío que se anunciaba en noviembre, me recuerdo con los pies enlodados, sumergidos en el agua revuelta con champujones, chapoteábamos  hasta que los chicalotes de la orilla del río quedaban empapados, junto con nuestros uniformes.

Luego corríamos hasta “ las albercas”, piedras enormes que erosionadas a través de los años se formaban como fosas, el agua era cristalina, nos metíamos en calzones y corpiños, no había pudor porque no existía el morbo, éramos sólo un grupo de niños bañándose en esas fosas de agua encharcadas.

En uno de los cerros había una imagen tallada de una virgen, le pusimos “el altar” como punto de referencia, debajo de este, sobre la tierra, decenas de garambullos se asentaban sobre ese cerro, eran como pasadizos por donde caminabas mientras con un palo seco tirabas los garambullos que disfrutábamos después del juego, con unos cartones que llevábamos desde mucho antes y cobijas de nuestras madres, dormíamos plácidamente, cansados y mojados; los delicados rayos del sol que se filtraban por las ramas nos secaban dulcemente.

Cuando el río subía, porque antes llovía tan abundantemente que el cerro se desgajaba hasta tirar las casas y las escuelas, por ejemplo; un día de julio, mis hermanas y yo cenábamos las deliciosas tortas de papa, mi mamá las cocinaba, a eso sabía la pobreza cuando no teníamos qué comer, a tortas de papa y café.

Mi padre recién se había ido de la casa, así que no teníamos mucho dinero ni esperanzas, estábamos tristes y mi madre trataba de hacer la cena amena, después de los juegos en el cerro.

Los truenos eran tantos que la luz se apagó y El chavo del ocho se silenció, asustadas, nos abrazamos a mi mamá y en ese momento escuchamos un temblor y un sonido fuerte;  una piedra gigante había caído sobre la segunda planta de la casa, el agua comenzó a fluir por las escaleras, abrió con furia la puerta de herrería, se filtraba por las ventanas, entró con tanta fuerza que tuvimos que abrir la puerta principal porque en minutos se hubiera convertido mi pequeña casa en una pecera.

Mi madre rápidamente nos subió a todas a la litera, veíamos desde ahí cómo todo arrasaba a su paso; el comedor se desbarató, los trastes, los platos, las tortas, las tazas de café, nuestros muñecas, los zapatos debajo de la cama, el libro con mi primera edición de El Padrino, El Principito, Una familia de bandidos,  una enciclopedia de cuentos infantiles de

Cristian Andersen  y la colección de Selecciones de mi madre, el pequeño ropero hecho pedazos y nuestra poca ropa, todo pasaba con gran velocidad hundiendo en el agua del cerro lleno de piedras, lodo y ramas;  la litera  no se iba, pues todas, incluso mi madre, nos aferrábamos a ella con nuestro propio peso.

Sólo bastaron 30 minutos para quedar totalmente damnificadas, al día siguiente llegó la ambulancia y el Ejército Mexicano, abrieron el camino a mi casa, sacaron todo el lodo, en total habíamos sido cinco familias, pero ninguna había quedado tan grave como la mía…

La amenaza no terminaba, la roca estaba a punto de caer sobre mi casa y la presa de Bolaños estaba a punto de colapsar...
Continuará…

*Artista visual, escritora y terapeuta

Google News