“Quien escribe, teje. Texto proviene del latín, ‘textum’ que significa tejido. Con hilos de palabras vamos diciendo, con hilos de tiempo vamos viviendo. Los textos son como nosotros: tejidos que andan”, son palabras del escritor Eduardo Galeano (1940–2015). Este brillante analista uruguayo, periodista, realizador de guiones, libros de ficción y análisis político, nos regaló en 1971 su libro Las venas abiertas de América Latina, donde mucho aprendimos sobre nuestra región: por qué somos hermanos y cómo creamos nuestros vasos comunicantes.
Muchos pueblos sobre la tierra tejen las telas con que se visten. Sus creaciones son tan bellas que se pueden enmarcar para ser admiradas a lo largo de los siglos. Se convierten en gobelinos que cuentan una historia desde los muros de un palacio, se vuelven chales para que una abuela se proteja del frío, envuelven el delicado cuerpo de un bebé, para arrullarlo antes de dormir.

En Ghana, Mali y Costa de Marfil, al día de hoy los artesanos producen tejidos con técnicas ancestrales como el bogolán, o mediante procedimientos modernos como el batik. En cada tela hay símbolos y figuras que pueblan las telas para narrar anécdotas y explicar ritos que fortalecen las creencias.

El lenguaje se vuelve narración que une a los seres humanos y les da razones para continuar dando la batalla a los enemigos, reales o imaginarios, que llenan las historias de cada día, como los molinos de viento atacados por Don Quijote. El idioma se convierte en hilos de colores. Cada una de las palabras que pronunciamos en voz alta, pensamos o escribimos, deja constancia de nuestro pensamiento: somos ovejas cuya lana se convierte en estambre que se hace ovillos, como nuestro cuerpo cuando se protege a sí mismo de las calamidades, en medio de una noche tempestuosa, de las que ya hemos vivido demasiadas.

Los tejedores de Bernal, Querétaro, que viven a los pies de uno de los monolitos de piedra más altos del mundo, tienen un cúmulo de leyendas y cuentos que se transmiten de generación en generación. Cada pareja joven los repite a los niños pequeños, que crecen para convertirse en mineros de ópalos, en viticultores que producen uvas para vino, o en dulceros que transforman la leche de cabra en los más deliciosos jamoncillos, aderezados con el fruto del piñón de los bosques cercanos. Todas estas narraciones se repiten en las horas sin tiempo de los artesanos que confeccionan cobijas y abrigos para dar calor a hombres, a mujeres y a la cama en que se abrazan.

En varios idiomas, las palabras y los tejidos están unidos en su esencia. En Malí, hay una región de acantilados llamada Bandiangara, en cuyo idioma el término “sou” significa palabra, y también faja de tejido que sale del telar. Para sus hablantes, estar desnudo es estar sin palabras.

La vestimenta es el alfabeto del cuerpo. La ropa que nos cubre también descubre nuestros gustos, intereses o visiones de la vida. Escogemos colores, texturas, el grosor del tejido y la forma en que caen las prendas sobre frente y espalda, para narrar una historia personal: al encontrarnos con otros, les vamos contando quiénes somos y qué pensamos, tan solo con mostrarnos frente a frente, con la indumentaria que hemos escogido para definir nuestra apariencia.

Lilvia Soto, poeta que escribe en sus dos lenguas: inglés y español, nació en Nuevo Casas Grandes, Chihuahua; a los quince años emigró a Estados Unidos, donde se doctoró en Letras y Literatura Hispanas. Esta autora publicó su libro Lengua lanzadera enhebrada, en 2017, un espléndido compendio de poemas dedicados justamente a los múltiples vínculos que hay entre el idioma y los textiles.

Uno de los poemas de la parte 7, titulada Homo narrans, dice: “Con lengua intacta, / pero bajo sentencia de muerte / la hija del visir entreteje / historias floridas y excitantes / y a la primera señal del amanecer / deja la espada vengativa, / la tormenta que se avecina, / el dulce encuentro de los amantes, / colgados / del hilo de su narración, / alimentando, / durante mil y una noches, / la curiosidad de su Sultán, / manteniendo vivo, / durante mil y un amaneceres, / su hambre de desenlace, / frustrando, / durante mil y un días, / su deseo de clausura, / seduciéndolo / noche tras noche, / con voluptuosas sílabas / y palabras resplandecientes de placer / postergando, / un día más, / su muerte, / ganando, / con cada emocionante historia, / con cada discurso filosófico, veinticuatro horas”.

Hablar es tejer palabras. Del telar de nuestro idioma personal, saldrá el tapiz con que vestiremos nuestras vidas. Habrá que elegir con sumo cuidado el color de los hilos, su textura y aroma, para que cada día tenga más valor que el anterior.

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