Vivir no fue fácil para ella. El destino, una de las formas con que se nombra a Dios, determinó que naciera como hija póstuma, pues su madre tenía seis meses de embarazo cuando al padre de María Luisa lo asesinaron en su rancho en 1944, por desacuerdos en la posesión de las tierras. Todavía no se apagaban los fuegos encendidos por la Reforma Agraria. En aquella confrontación también murió el abuelo materno. Su madre quedó huérfana y viuda el mismo día.

A lo largo de los años, María Luisa tuvo que enfrentar mil vicisitudes. Su memoria prodigiosa le permitió hablar otros idiomas. Su sensibilidad social la llevó a estudiar psicología. Tenía una gran percepción del dolor ajeno que se formó en su interior quizá desde antes de nacer. La conocí cuando ella dirigía el área de psicopedagogía de la preparatoria donde éramos docentes. Formamos un grupo para escribir cuentos que analizábamos, buscando la cuadratura al círculo.

Tejía con gran habilidad. Un día, depositó en mis manos el suéter que llevo puesto al escribir estas líneas. Aunque ha pasado mucho tiempo, esta lana de oveja, de color añil, me da calor en las noches invernales y mantiene viva su memoria. Estoy segura de que María Luisa pasó largas horas con las agujas de tejer en las manos, y que mientras daba vueltas al estambre creando puntos, reflexionaba sobre los temas que le importaban: sus hijos y alumnos, el arte, el futuro de la humanidad. Era mujer de ideas, de pensamientos profundos.

Irene Vallejo, autora del libro El infinito en un junco, dice en un párrafo: “Desde tiempos remotos las mujeres han contado historias, han cantado romances y enhebrado versos al amor de la hoguera. Mi madre desplegó ante mí el universo de las historias susurradas, y no por casualidad. A lo largo de los tiempos, han sido sobre todo las mujeres las encargadas de desovillar, en la noche, la memoria de los cuentos. Las tejedoras de relatos y retales. Durante siglos han devanado historias al mismo tiempo que hacían girar la rueca o manejaban la lanzadera del telar. Por eso textos y tejidos comparten tantas palabras: la trama del relato, el nudo del argumento, el hilo de una historia, el desenlace de la narración. Devanarse los sesos, bordar un discurso, hilar fino, urdir una intriga”.

Penélope, esposa de Odiseo, esperó a su marido en Ítaca mientras éste se encontraba en la guerra de Troya, y también durante los largos años de su regreso a casa. Hábil tejedora, inició la creación de un sudario para colocar el cuerpo de su suegro, el rey Laertes. Cuando estuvo sola, Penélope fue pretendida por hombres que rondaban su palacio y consumían sus víveres. Ella se mantenía alejada con el pretexto de concluir la mortaja. Para alargar el tiempo, por las noches destejía lo que creaba en el día.

Pareciera que la suerte de los humanos avanzara de día hacia la muerte, pero al llegar la noche se nos concediera una tregua, mientras el Señor decide alargar un poco más el camino que habremos de transitar.

Sugiere Manuel Vicent: “Ahora la covid-19, que acaba de hacer acto de presencia en esa mota de polvo azul, nos ha hecho saber que toda la humanidad constituye un tejido muy tupido y, más allá de razas e ideologías, cada persona forma un nudo al que todos estamos atados…”

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