Me fui a correr a la única zona en la reserva ecológica donde no había leones, leopardos y chitas la mañana del 5 de febrero del año 2010.

Iba de malas. Mientras las cebras, avestruces y antílopes que me veían venir se alejaban a toda velocidad asustados, como todas las mañanas. Era esta nuestra rutina.

“¿Cómo habrá amanecido Themba?”, me preguntaba a mí misma mientras luchaba contra mi estado de ánimo para seguir avanzando. El día anterior su estómago estaba sumamente hinchado y apenas podía mantenerse de pie.

Llegué a la oficina. Eran apenas las 6:30 de la mañana y no había nadie todavía en el lugar.

“Voy a ver a Themba”, pensé decidida, pero opté por mejor tomar un baño rápido y preparar la cámara para grabar su progreso, luego de haber sido medicado.

Al salir de mi baño y ya casi lista para salir a verlo, sonó mi celular.

“Karla, dime que no es cierto”, me suplicó con llantos mi amiga Christine. “Dime que no es verdad lo que me acaban de avisar”. “A ver, Christine, ¿de qué me hablas?”. Lo que me reveló me provocó un súbito mareo en mi cuerpo. “A ver, Christine, tranquila, ¿quién te dijo?”, le pregunté. Confesó el nombre de su fuente. “Mira, para empezar, la primera en saber esto sería yo, estoy a unos pasos de él, déjame marcarle a Víctor para comprobarte que lo que te dijeron no es cierto, tú tranquila, te marco en unos dos minutos”.

Temblando, encontré el nombre de Víctor —el cuidador de Themba que me reemplazó— en mi lista de contactos. Marqué su número.

“Karla, no puedo hablar, márcale a Murray”, me dijo. Colgó sin darme oportunidad de hablar.

Seguía sola en la oficina. Ya casi eran las 7:00 de la mañana. Miré al celular como esperando a que el aparato solito pudiera encontrar a Murray y le marcara.

Recorrí la lista con calma, en orden alfabético hasta llegar a la M. Mamá, Morné, Murray. Marcar. Primer tono. Segundo tono. Tercer tono.

“Karla…”. “Murray, ¿qué pasó?”. Quería colgarle, no quería escucharlo. “Karla, por favor no vengas”, me pidió Murray. “No quería avisarte, no sabía cómo avisarte”, continuó.

Me dio la noticia. Colgué. Salí de la oficina a paso lento. Abrí la reja. Me detuve. Miré de lejos ese lugar en donde lo alimenté, en donde le canté, en donde lo regañé por jalar mi sleeping bag y destrozar mis audífonos, masticar mi libro y romper mi tenis del pie derecho.

Miré de lejos esa escalera recargada en los tubos por donde subía a mi cama flotante. Ese lugar en donde le preparaba su leche mientras agitaba sus orejitas y sacaba su trompa para que me apurara.

Estudié ese lugar en el que su primer trompeteo lo hizo emocionado mientras jugábamos futbol con una pelota de pilates, la cual ponchó con su trasero.

Me puse en cuclillas para soltar la primera lágrima. Sentí las manos de alguien en mis hombros. Catherine, una amiga que me vio desde la ventana de su oficina, me abrazó con fuerzas y trató de consolarme. Fui la última persona en enterarse. Nadie quiso avisarme.

Esta columna que hoy escribo y comparto con un nudo en la garganta, la dedico a la Tierra, que mañana es su día.

Celebro a la Tierra por sus animales, por sus plantas, por sus ecosistemas que la componen.

Celebro a la Tierra que me da alimento y techo.

Celebro a la Tierra que me regaló estos dos años con un animal que me marcó para siempre y a quien recuerdo todos los días con alegría.

Te celebro, a ti Tierra, por tus leones, tus elefantes, tus montañas, tus cielos y mares.

Themba murió la madrugada del 5 de febrero de 2010. Sus intestinos se enredaron y no había poder humano que hubiera podido salvarlo.

“Lyndal… renuncio… sin Themba, mi creo que mi ciclo en Sudáfrica ha llegado a su fin”.

El 30 de Abril de 2010, luego de permanecer unas semanas en Inglaterra, debido al volcán que hizo erupción en Islandia y provocó un caos en todo el continente europeo, aterricé en tierra mexicana.

Themba, el que me dio esperanza en el continente africano, fue enterrado en la tierra que nos vio caminar a Alberto, el borrego; Themba, el elefante, y Karla, la mexicana.

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